Por Roberto Fernández Retamar
A Aída.
Antes que a Roque conocí, sin saber que era de él, su poesía. He escrito a propósito de esto en otras ocasiones, por lo que no pretendo ser aquí original. A lo largo de los más de cincuenta años de vida de la Casa de las Américas, sólo en dos ocasiones he integrado el jurado de su premio anual de poesía y en ambas se distinguieron obras de Roque fueron. Una, fue en enero de 1962, cuando los libros se presentaban con pseudónimos, de modo que al encontrarme, deslumbrado, con los versos de El turno del ofendido, ignoraba quién sería su autor. Tal libro, a petición mía, obtuvo mención en el concurso, y la Casa lo publicó en bella edición. Siete años más tarde, en 1969, volví a formar parte del jurado, y en esa oportunidad el premio fue para el libro de Roque Taberna y otros lugares, un título imprescindible en la poesía del siglo XX. Para entonces, a diferencia de la vez anterior, yo ya sabía bien quién era Roque, y me unía a él una amistad fraternal.
Poco después de leer El turno del ofendido, me fue dable encontrarme con su autor, quien había viajado de México a Cuba para participar en una reunión política. Nos conocimos en una librería habanera, y nos hicimos desde el primer momento viejos amigos. Sobre él escribí y publiqué en la revista Casa el poema «Carta a Roque Dalton». En mi cuarto de trabajo tengo una foto suya que me dio con esta dedicatoria: «Para mi querido hermano Roberto Fernández Retamar, esta foto en pose de abnegación. Roque. 1963». Nos unían ideales literarios, personales, políticos (muy fuertes en él), si cabe hacer estos distingos. En 1962, a sus veintisiete años, ya Roque era uno de los poetas más destacados de aquel tiempo americano. Y vista su tarea en conjunto, creo poder decir que es el poeta más representativo de nuestra generación, a la cual José Emilio Pacheco sugirió que se la llamara «del 59» por razones obvias, y que cuenta con grandes voces y grandes muertos. Mario Benedetti, a propósito de estos últimos, compiló la antología Poesía trunca, editada por la Casa de las Américas, donde Roque ocupa lugar primordial. En 1963, en una intervención en la Biblioteca Nacional de Cuba, anuncié que no estaba lejano el día en que se diría «Dalton» como entonces, en 1963, se decía «Vallejo» o «Neruda». Hace tiempo que ese día llegó, y jóvenes de muchas partes lo proclaman. Me enorgullece que así sea, y me congratula, por ejemplo, que atendiendo a solicitud que le hice para una entrega de la revista Casa dedicada al centenario de Lenin, Roque me diera unos poemas que crecerían hasta ser Un libro rojo para Lenin.
Por otra parte, como se sabe de sobra, su extraordinaria faena en verso es solo una parte de su extraordinaria faena literaria. Pero en estas líneas no pretendo hacer un balance de su obra ni de su excepcional vida, sino evocar su presencia entre nosotros. Esa presencia llegó a ser familiar. Recuerdo, por ejemplo, la noche en que Roque llegó a casa con Aída y sus tres hijos para la cena de Navidad. O cuando Roque nos visitaba con flores porque estaba enamorando a mi hija más pequeña, entonces de dos años, quien tiempo después me dijo que ella había creído de veras que Roque era su novio. Adelaida conserva un libro de Roque dedicado «A mi suegra». Algunos años más tardes, uno de los hijos de Roque tuvo pretensiones acaso menos candorosas a propósito de una de mis hijas. Mis relaciones intelectuales con Roque se hicieron más fuertes cuando lo invité a formar parte del comité de colaboración de la revista Casa de las Américas. Evoco ahora en particular una noche de enero de 1967 en que los miembros de dicho comité tuvimos una cena con Fidel que se prolongó hasta el amanecer, ocasión en que Fidel y Roque se enzarzaron en observaciones sobre el uso de cierta arma. Sin duda la Casa fue la institución cubana a la cual Roque estuvo más vinculado. Además de los ya nombrados, la Casa publicó varios de sus libros. Pero Roque desbordó la Casa. Ejerció influencia en varios de los jóvenes poetas nucleados en torno al primer Caimán Barbudo; publicó en las revistas Unión, Pensamiento Crítico y Tricontinental; y, desde luego, se entrenó en Cuba para las tareas revolucionarias que se propuso. Su identificación con nuestro país fue tal, que en una glosa relampagueante de un verso de Martí pudo escribir: «Dos patrias tengo yo: Cuba y la mía». Como corresponde a las verdaderas grandes amistades, la nuestra sobrevivió a las discusiones. Tuvimos una en 1970, y al día siguiente, 20 de julio, Roque me hizo llegar la siguiente carta:
Meses después se disolvió el mentado comité (que Roque llamó consejo) de colaboración, y Roque volvió a publicar en la revista Casa. Pero quiero llamar especialmente la atención sobre su «deseo de que ambos, desde el nivel de nuestras particulares posibilidades, sigamos trabajando en la vida de la Revolución, inclusive uno en nombre del otro». Porque la realidad iba a darme una terrible ocasión de verificar esas palabras, de hablar a nombre de él. Hace ahora treinta y cinco años, comenzó a circular, en forma vaga, la noticia de su muerte. Fui corriendo a la imprenta y escribí, al final de la entrega 91 de la revista, con el título «Compañero Roque Dalton», estas líneas:
Por desgracia, la espantosa noticia resultó cierta, y en el número 92 de la revista Casa, con fecha de agosto de aquel año y la firma de la institución, escribí «Sobre nuestro compañero Roque Dalton» estas palabras:
El asesinato de Roque y la monstruosa acusación que sus asesinos le hicieran provocaron honda conmoción. En el número 94 de la revista Casa le dedicamos un homenaje con el título «Para Roque: el turno del ofendido». En su introducción, se leía de él que
fue —y seguirá siendo— nuestro amigo, nuestro compañero, nuestro hermano. En la Casa de las Américas trabajó, publicó, discutió, enriqueció. Compartimos con él buena parte de su vida, la vida de un revolucionario infatigable, un intelectual creador, un hombre útil que provocaba cariño, admiración y alegría. […] Un grupo de amigos, compañeros y admiradores le dedican hoy aquí estas palabras. Muchas más le dedicaremos. Pero sobre todo estamos seguros de que su pueblo esgrimirá su nombre como bandera de combate, y hará que su utilidad, como corresponde a todo revolucionario verdadero, llegue más allá de su muerte. Descansarás en la lucha, hermano Roque. Estarás presente, con una sonrisa, en la victoria.
El homenaje incluyó textos, entre otros, de Julio Cortázar, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Régis Debray, Manuel Galich, Carlos María Gutiérrez, Efraín Huerta, Margaret Randall, René Depestre, Roberto Armijo y yo. En este mayo de 2010 Roque habría cumplido setenta y cinco años. Para conmemorarlo, publicaremos el volumen Materiales de/sobre Roque Dalton en la revista «Casa de las Américas», con prólogo de Aurelio Alonso, quien también fue su amigo y compañero. Y, sobre todo, tenemos y tendremos siempre presente a Roque.
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