lunes, 31 de mayo de 2010
La Asamblea Nacional Constituyente y la imaginacion del Pueblo al poder
Rebelión
Por Selvin Aguilar
Cuando el Presidente de la República Manuel Zelaya Rosales expresó su posición oficial de consultar al pueblo de Honduras sobre la posibilidad de instalar una asamblea Nacional Constituyente a fin de que se operara una profunda reforma constitucional, la reacción inmediata fue de indiferencia, con clara excepción de los grupos de apoyos populares que eran vistos con reticencia por los sectores más conservadores de la sociedad. La derecha encontró en esa decisión presidencial otra de las locuras del Presidente, la izquierda heterogénea por su parte no encontró en ello una acción política que se correspondiera con sus moldes teóricos.
Históricamente la instalación de Asambleas Constituyentes no le ha traído gratos recuerdos al pueblo hondureño, porque en su conformación casi siempre se le ha soslayado, y éstas solamente han servido para justificar la continuidad en el ejercicio del poder político de caudillos emborrachados de poder. El caso particular de la Constitución Política de 1936 es ejemplar en la instauración de la dictadura de Tiburcio Carias Andino. Como consecuencia de ésta y otras arbitrariedades históricas realizadas por civiles y militares, las constituciones políticas que se han aprobado después de la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente han nacido con un marcado sello de gamonalismo y de prácticas antidemocráticas.
La Constitución de 1982 que nació precedida de un sesgo militar innegable, viene impuesta por un contexto internacional complejo, en el que Estados Unidos tenía en el territorio hondureño un espacio propicio para contener el avance del comunismo internacional instaurado en la Nicaragua de los Sandinistas. Era necesario darle a Honduras un marco constitucional de principios, declaraciones y garantías ambiciosas para dejar sin discurso político a los grupos de izquierda que se alinearon a la esperanza de una revolución triunfante como la Sandinista.
El golpe de Estado contra el Presidente Manuel Zelaya Rosales le aclaró el panorama al pueblo. Como un fenómeno sociológico insospechado se suscitó en el país un periodo de consciencia constitucional que llevó a la reflexión y al debate público en torno a la viabilidad de la constitución Política existente. La inquietud del pueblo por conocer la Constitución denostada era manifiesta, porque ese libro de leyes que se creó a principios de los años ochenta del siglo XX nunca había formado parte de sus vidas, y la interacción entre derechos con sus vidas personales o su roles en la sociedad era prácticamente inexistente, parecido a un campo vedado al pueblo y ocupado exclusivamente por abogados privilegiados.
Las asambleas constituyentes no han formado parte de las expectativas de la izquierda tradicional, la que siempre ha negado por razones de concepciones y de análisis sociopolíticos, que mejorando la superestructura podamos corregir las causas que operan en el orden estructural de las sociedades. Ello es lógico, porque desde cualquier punto de vista, la instalación de una asamblea constituyente no es otra cosa más que un proceso de reciclaje del sistema político republicano, y una apuesta por los cambios que se operaran en el seno de su propia lógica conceptual.
La revolución francesa que surge por la necesidad de sacudir la hegemonía feudal es secuestrada por los intereses burgueses, que toman el poder político y le dan al pueblo únicamente aspiraciones abstractas de libertad, igualdad y fraternidad que a lo largo de la historia solo se podrán concretizar a fuerza de sangre y martirios, luchas y sacrificios de muchas y cuantiosas generaciones de hombres y mujeres por todo el mundo.
Es indudable pues, que las asambleas constituyentes tienen un correlato revolucionario o como ha sucedido en Honduras han surgido de aspiraciones continuistas de dictadores o de voluntades impositivas del estamento militar, y que en ellas la participación del pueblo ha sido negada y defraudada mediante el sistema espurio de la representación.
Pese a ello, la historia ha dado valiosas lecciones y es inédito encontrar en los procesos del sur de América Latina, un referente valido de apropiación popular de las soluciones republicanas que en coyunturas pasadas han sido manipuladas exclusivamente por las burguesías y por los intereses sectarios de los partidos políticos. Es iluso pensar que la reforma constitucional traerá con una solución de varita mágica el tan añorado cambio de estructuras. Sin embargo esta reforma en el campo de lo jurídico, que en el mundo del marxismo clásico es categorizado como superestructura, creará sin lugar a dudas el marco real de la legalidad en que se pueden mover nuestras aspiraciones y nuestras luchas, y la legitimidad tan vindicada en el repertorio de la conflictividad social tendrá un fundado espacio positivo.
Hace muy poco tiempo era impensable en América Latina, que la agenda de la conflictividad social que ha sobrevivido pese a la pujanza de la represión oficial, sea acogida en el catalogo constitucional de cambios políticos, económicos y sociales, y que rija de ahora en adelante la vida en sociedad. Es igualmente impensable que el imperio norteamericano no tenga recelos de la nacionalización de los bienes estratégicos y de las plataformas públicas del poder popular existentes en esas naciones.
El constitucionalismo operado en las naciones del sur de América ha sido muy ambicioso y ha servido como marco especial para incorporar en las Constituciones Políticas los derechos de tercera generación que no son más que los derechos colectivos de los pueblos. Quizás este sea el punto de flexión de la bonanza de los cambios constitucionales. En el orden de derechos fundamentales la primacía ha estado fundada en los derechos y garantías individuales; y la igualdad, libertad y fraternidad habían sido reducidas a una dimensión de preeminencia de la individualidad frente a cualquier otro bien jurídico protegido. Sin embargo, la categoría de colectividad, la dimensión del pueblo como sujeto de derechos no se había abordado sustancialmente. No podemos ignorar que el derecho internacional ha incorporado instituciones jurídicas importantes como el principio de la autodeterminación de los pueblos y derecho de estos a la paz. No obstante el contenido dado a estos derechos colectivos es lo inédito y lo esperanzador en estos procesos de cambios. No se puede presumir de autodeterminación con una economía embargada o sin una soberanía alimentaria garantizada. Tampoco de autonomía cuando la voluntad de los pueblos está atada a un estafador sistema de representación. La constituyente construida con este fervor popular nacido de la dignidad de la lucha es el que le da contenido y legitimidad a esta aspiración del pueblo hondureño que se apropió históricamente con su sangre y con sus mártires de la voluntad de un poder ejecutivo que interpretó sus sueños.
La única posibilidad de ser libres es buscar nuestros propios caminos. El capitalismo es monolítico, su mundo ideal está basado en la técnica y fuera de la producción, el consumo y el lucro, la vida del hombre resulta intrascendente. Paradójicamente fue la herencia de la ilustración la que nos legó un espacio de autonomía que en la práctica es negado por el sistema pese a que está incorporado en nuestras normas constitucionales. Es risible ver un sistema que se ufana de ser heredero del liberalismo y la ilustración y niega la más elemental libertad de expresión o de reunión.
El sistema democrático instituido como el discurso formal dominante no soporta el más mínimo ejercicio de los derechos y garantías constitucionales. Por eso es que a veces resulta contradictorio que las luchas más progresistas de la historia reciente se hayan sustentado en los principios de la ilustración en contra de la reacción de los que se denominan demócratas y observan conductas fascistas o que para el caso aspiraciones socioeconómicas de carácter marxistas hayan sido incorporados a las constituciones políticas como derechos de segunda generación.
La autonomía requiere de la ética pero sobre todo de la política, de la ética como un acto de decisión personal frente a la incertidumbre del mundo y sus problemas, y de la política porque es dentro de este ámbito donde se producen las más grandes decisiones que tienen incidencia en el destino de millones de seres humanos. Si aceptamos la democracia como un sistema inevitable dentro de determinada coyuntura histórica lo ideal es profundizarla a niveles que en la actualidad solo existen como declaraciones abstractas. Si para el caso la democracia bajo el sistema de representación es un fraude, la solución inmediata es apropiarnos de nuestro propio destino y crear por nosotros mismos las leyes que regirán nuestras vidas.
El discurso de la productividad busca uniformar las voluntades y minar las bases de la crítica y la reflexión. Esta y la otra solamente existen en el mundo de la academia y del espacio privado, lugar en el que pueden pervivir sin causar más que una que otra critica certera que no encuentra eco en los aparatos ideológicos del Estado o en los centros de control social. Cuando la indagación del statu quo llega a niveles populares y se disemina como pólvora incontrolable, el régimen de verdad corre peligro y el recurso a la coerción para sostener los últimos jadeos de la institucionalidad se vuelve indiscriminado.
En este espacio actúa la autonomía y epifanicamente surge como suceso espontaneo, pero no es casual e intuitivo sino que tiene sus bases en la acumulación de contenidos consciensales que encuentran su cauce de expresión en determinada oportunidad histórica. Esta expresión de madurez política se ha suscitado en nuestro país con motivo del Golpe de Estado y la reacción en defensa del orden constitucional por parte del pueblo en resistencia. La verdad universal en el campo de la política de que solo las crisis desnudan la necesidad de cambios no es excepción en la realidad hondureña, en que la defensa de la constitucionalidad provocó una aspiración legítima por la reforma constitución y la refundación del Estado.
Selvin Aguilar. Escritor hondureño.
Por Selvin Aguilar
Cuando el Presidente de la República Manuel Zelaya Rosales expresó su posición oficial de consultar al pueblo de Honduras sobre la posibilidad de instalar una asamblea Nacional Constituyente a fin de que se operara una profunda reforma constitucional, la reacción inmediata fue de indiferencia, con clara excepción de los grupos de apoyos populares que eran vistos con reticencia por los sectores más conservadores de la sociedad. La derecha encontró en esa decisión presidencial otra de las locuras del Presidente, la izquierda heterogénea por su parte no encontró en ello una acción política que se correspondiera con sus moldes teóricos.
Históricamente la instalación de Asambleas Constituyentes no le ha traído gratos recuerdos al pueblo hondureño, porque en su conformación casi siempre se le ha soslayado, y éstas solamente han servido para justificar la continuidad en el ejercicio del poder político de caudillos emborrachados de poder. El caso particular de la Constitución Política de 1936 es ejemplar en la instauración de la dictadura de Tiburcio Carias Andino. Como consecuencia de ésta y otras arbitrariedades históricas realizadas por civiles y militares, las constituciones políticas que se han aprobado después de la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente han nacido con un marcado sello de gamonalismo y de prácticas antidemocráticas.
La Constitución de 1982 que nació precedida de un sesgo militar innegable, viene impuesta por un contexto internacional complejo, en el que Estados Unidos tenía en el territorio hondureño un espacio propicio para contener el avance del comunismo internacional instaurado en la Nicaragua de los Sandinistas. Era necesario darle a Honduras un marco constitucional de principios, declaraciones y garantías ambiciosas para dejar sin discurso político a los grupos de izquierda que se alinearon a la esperanza de una revolución triunfante como la Sandinista.
El golpe de Estado contra el Presidente Manuel Zelaya Rosales le aclaró el panorama al pueblo. Como un fenómeno sociológico insospechado se suscitó en el país un periodo de consciencia constitucional que llevó a la reflexión y al debate público en torno a la viabilidad de la constitución Política existente. La inquietud del pueblo por conocer la Constitución denostada era manifiesta, porque ese libro de leyes que se creó a principios de los años ochenta del siglo XX nunca había formado parte de sus vidas, y la interacción entre derechos con sus vidas personales o su roles en la sociedad era prácticamente inexistente, parecido a un campo vedado al pueblo y ocupado exclusivamente por abogados privilegiados.
Las asambleas constituyentes no han formado parte de las expectativas de la izquierda tradicional, la que siempre ha negado por razones de concepciones y de análisis sociopolíticos, que mejorando la superestructura podamos corregir las causas que operan en el orden estructural de las sociedades. Ello es lógico, porque desde cualquier punto de vista, la instalación de una asamblea constituyente no es otra cosa más que un proceso de reciclaje del sistema político republicano, y una apuesta por los cambios que se operaran en el seno de su propia lógica conceptual.
La revolución francesa que surge por la necesidad de sacudir la hegemonía feudal es secuestrada por los intereses burgueses, que toman el poder político y le dan al pueblo únicamente aspiraciones abstractas de libertad, igualdad y fraternidad que a lo largo de la historia solo se podrán concretizar a fuerza de sangre y martirios, luchas y sacrificios de muchas y cuantiosas generaciones de hombres y mujeres por todo el mundo.
Es indudable pues, que las asambleas constituyentes tienen un correlato revolucionario o como ha sucedido en Honduras han surgido de aspiraciones continuistas de dictadores o de voluntades impositivas del estamento militar, y que en ellas la participación del pueblo ha sido negada y defraudada mediante el sistema espurio de la representación.
Pese a ello, la historia ha dado valiosas lecciones y es inédito encontrar en los procesos del sur de América Latina, un referente valido de apropiación popular de las soluciones republicanas que en coyunturas pasadas han sido manipuladas exclusivamente por las burguesías y por los intereses sectarios de los partidos políticos. Es iluso pensar que la reforma constitucional traerá con una solución de varita mágica el tan añorado cambio de estructuras. Sin embargo esta reforma en el campo de lo jurídico, que en el mundo del marxismo clásico es categorizado como superestructura, creará sin lugar a dudas el marco real de la legalidad en que se pueden mover nuestras aspiraciones y nuestras luchas, y la legitimidad tan vindicada en el repertorio de la conflictividad social tendrá un fundado espacio positivo.
Hace muy poco tiempo era impensable en América Latina, que la agenda de la conflictividad social que ha sobrevivido pese a la pujanza de la represión oficial, sea acogida en el catalogo constitucional de cambios políticos, económicos y sociales, y que rija de ahora en adelante la vida en sociedad. Es igualmente impensable que el imperio norteamericano no tenga recelos de la nacionalización de los bienes estratégicos y de las plataformas públicas del poder popular existentes en esas naciones.
El constitucionalismo operado en las naciones del sur de América ha sido muy ambicioso y ha servido como marco especial para incorporar en las Constituciones Políticas los derechos de tercera generación que no son más que los derechos colectivos de los pueblos. Quizás este sea el punto de flexión de la bonanza de los cambios constitucionales. En el orden de derechos fundamentales la primacía ha estado fundada en los derechos y garantías individuales; y la igualdad, libertad y fraternidad habían sido reducidas a una dimensión de preeminencia de la individualidad frente a cualquier otro bien jurídico protegido. Sin embargo, la categoría de colectividad, la dimensión del pueblo como sujeto de derechos no se había abordado sustancialmente. No podemos ignorar que el derecho internacional ha incorporado instituciones jurídicas importantes como el principio de la autodeterminación de los pueblos y derecho de estos a la paz. No obstante el contenido dado a estos derechos colectivos es lo inédito y lo esperanzador en estos procesos de cambios. No se puede presumir de autodeterminación con una economía embargada o sin una soberanía alimentaria garantizada. Tampoco de autonomía cuando la voluntad de los pueblos está atada a un estafador sistema de representación. La constituyente construida con este fervor popular nacido de la dignidad de la lucha es el que le da contenido y legitimidad a esta aspiración del pueblo hondureño que se apropió históricamente con su sangre y con sus mártires de la voluntad de un poder ejecutivo que interpretó sus sueños.
La única posibilidad de ser libres es buscar nuestros propios caminos. El capitalismo es monolítico, su mundo ideal está basado en la técnica y fuera de la producción, el consumo y el lucro, la vida del hombre resulta intrascendente. Paradójicamente fue la herencia de la ilustración la que nos legó un espacio de autonomía que en la práctica es negado por el sistema pese a que está incorporado en nuestras normas constitucionales. Es risible ver un sistema que se ufana de ser heredero del liberalismo y la ilustración y niega la más elemental libertad de expresión o de reunión.
El sistema democrático instituido como el discurso formal dominante no soporta el más mínimo ejercicio de los derechos y garantías constitucionales. Por eso es que a veces resulta contradictorio que las luchas más progresistas de la historia reciente se hayan sustentado en los principios de la ilustración en contra de la reacción de los que se denominan demócratas y observan conductas fascistas o que para el caso aspiraciones socioeconómicas de carácter marxistas hayan sido incorporados a las constituciones políticas como derechos de segunda generación.
La autonomía requiere de la ética pero sobre todo de la política, de la ética como un acto de decisión personal frente a la incertidumbre del mundo y sus problemas, y de la política porque es dentro de este ámbito donde se producen las más grandes decisiones que tienen incidencia en el destino de millones de seres humanos. Si aceptamos la democracia como un sistema inevitable dentro de determinada coyuntura histórica lo ideal es profundizarla a niveles que en la actualidad solo existen como declaraciones abstractas. Si para el caso la democracia bajo el sistema de representación es un fraude, la solución inmediata es apropiarnos de nuestro propio destino y crear por nosotros mismos las leyes que regirán nuestras vidas.
El discurso de la productividad busca uniformar las voluntades y minar las bases de la crítica y la reflexión. Esta y la otra solamente existen en el mundo de la academia y del espacio privado, lugar en el que pueden pervivir sin causar más que una que otra critica certera que no encuentra eco en los aparatos ideológicos del Estado o en los centros de control social. Cuando la indagación del statu quo llega a niveles populares y se disemina como pólvora incontrolable, el régimen de verdad corre peligro y el recurso a la coerción para sostener los últimos jadeos de la institucionalidad se vuelve indiscriminado.
En este espacio actúa la autonomía y epifanicamente surge como suceso espontaneo, pero no es casual e intuitivo sino que tiene sus bases en la acumulación de contenidos consciensales que encuentran su cauce de expresión en determinada oportunidad histórica. Esta expresión de madurez política se ha suscitado en nuestro país con motivo del Golpe de Estado y la reacción en defensa del orden constitucional por parte del pueblo en resistencia. La verdad universal en el campo de la política de que solo las crisis desnudan la necesidad de cambios no es excepción en la realidad hondureña, en que la defensa de la constitucionalidad provocó una aspiración legítima por la reforma constitución y la refundación del Estado.
Selvin Aguilar. Escritor hondureño.
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