lunes, 31 de mayo de 2010

Haití duele


Cuba Debate

Por Miguel Barnet

Llevé, como todo buen viajero, la cámara fotográfica digital, la que hizo posible que reuniera todas las imágenes que quise. Quería en la pequeña Olympus llevarme el alma de Haití, pues como creen los llamados pueblos originarios, es decir nuestros indígenas, cuando uno toma una foto de alguien se apropia de su alma.

No hizo falta sin embargo, que tomara demasiadas fotografías. El alma del pueblo haitiano, a diferencia de la de otros pueblos está a flor de piel. Y eso lo pude comprobar en los siete días que estuve en la tierra de Toussaint Louverture, de Jacques Roumain y de Erzulí.

Ya Martha Jean-Claude me lo había anunciado cuando años atrás me invitó a que visitara su tierra de origen porque ella misma se definió como la mujer entre dos Islas, Haití y Cuba. Aunque su Patria Grande fue el Caribe y mucho más grande aún toda América.

Gracias a la Fundación que lleva su nombre y que su hijo creó a la muerte de la cantante haitiana pude finalmente visitar lo que Alejo Carpentier llamó El Reino de este Mundo. Cuba le debe a la población de Saint Domingue, luego Haití, mucho del favorecido destino de su economía. Gracias a la cultura del café en el siglo XIX y también de la azúcar en el XX. Somos deudores de hornadas de haitianos que se establecieron en los cafetales de la antigua provincia de Oriente, en los centrales y bateyes azucareros, un poco más tarde en las zonas camagüeyanas como Esmeralda, Ciego de Ávila y otras. La Tumba Francesa, el vodú enraizado en Cuba, la fiesta del Gagá y el Zombie haitiano poseído por legiones de loas y presente como una sombra en campos de caña y bateyes, son parte esencial del imaginario cubano y de nuestro olimpo hagiográfico.

Por todo eso y porque El Reino de este Mundo se entronca indisolublemente y en ceñida dualidad en una metáfora de Mackandal y El Cimarrón, acaricié un sueño de peregrinaje peripatético hacia la tierra en que se libró la primera batalla por la abolición de los esclavos y la liberación de América Latina del yugo colonial; y también porque a solo pocas millas de Cuba, Haití, por circunstancias políticas, fue para los cubanos como un espejismo de insalvable lejanía. Pero llegué y toqué con mis manos el alma haitiana, dolorida y noble, delicada y jovial. Un alma expuesta a todas las contingencias y avatares del más profundo dramatismo.

Recorrí con el párpado abierto, como diría el poeta, cada rincón del país cuya hazaña épica tanto alentó a Simón Bolívar. Tuve que armarme de un coraje insospechado y hacer de tripas corazón frente al más desolador de los espectáculos humanos. Haití, pese a la miseria en que vive la mayor parte de su pueblo, es un país deslumbrante de color y un muestrario de artistas plásticos excepcionales, de un empirismo naif que se debe al prodigio de un talento y a unas manos que sólo pueden compararse a la de los indígenas del continente, pienso sobre todo en mexicanos, peruanos y bolivianos herederos de una tradición artística y artesanal única. Pero además de eso, Haití es un bello país montañoso, de montañas azules atravesadas por nubes cargadas de agua y pájaros de alas enormes que semejan a auras tiñosas; y quizás lo son.

Los ríos haitianos parecen salidos de los versos del Retorno al país natal de Aimé Cesarie; son ríos grandes y caudalosos, y de un zumbido grave
como el de un contrabajo.

Pero casi nadie repara en eso porque en Haití el ser humano desborda el paisaje. Es como si el mundo entero se agolpara allí. Es tanta la aglomeración humana en las calles, en los mercados, en los parques, que nadie piensa que en Haití pueda existir un paraíso del tal belleza. Puerto Príncipe y Petionville con sus casas de madera y su Palacio Presidencial, con su Catedral y su Parque Central con sus venduteros y sus artesanos. Jacmel, frente al mar convertida en un abigarrado y gigante zoco caribeño, con sus hoteles de pilotes y sus colinas leves… Ya casi nada de eso existe hoy. La tierra se abrió con un gran tajazo en el corazón haitiano, ya todo es tragedia y vacío. Ya Mackandal no silba entre los árboles coposos, ya el Erzulí calló hundida en las aguas sangrantes de los ríos. Pero Haití se levantará de su caída, ¿Qué hacer? Pues carpas y más carpas aunque cuando vengan las lluvias torrenciales y con los ciclones ellas desaparezcan. Dar limosnas a cientos de miles de hombres y mujeres cuando lo que necesitan verdaderamente es fuente de trabajo y no un mendrugo.

Orar, pero más que orar, llevar medicinas y médicos como ha hecho Cuba y no aviones militares cargados de armas.

Trocar los cascos azules de la Minustha por toneladas de víveres para alimentar a los desnutridos de las calles de tierra y los barrios marginales. Y no para reprimirlos y azotarlos como en época de la esclavitud.

Duele Haití, ¿Qué poema hacer que no sea una ofensa?, ¿qué canción cantar que no hiera el oído de nadie?, ¿qué himno entonar para mitigar tanta desgracia acumulada?

Duele Haití, porque es víctima, además, de un show mediático del más espúreo filantropismo. Haití es hoy el más triste y doloroso ejemplo de abandono y olvido histórico. Duele Haití, porque los reyes magos de los organismos multilaterales han llegado tarde. Y las campanas del pueblo se quedaron sordas y en la noche apagada lo único que se ve en la distancia es la inmensa cicatriz de una herida que no se ha cerrado. Duele Haití, porque los tambores Dambala y los loas esperan en hileras a las puertas del arcano la reconquista de sus reinos.

Duele Haití, porque es un trozo de nuestra piel, un sístole del corazón. Duele Haití, porque el alma no espera y lo esencial es que la vida valga la pena y que la solidaridad no sea una palabra gastada.

Duele Haití, porque los ojos de las niñas y los niños que con ternura miraban al lente de mi cámara digital revelen ahora más que nunca y a flor de piel su dolor y ya no sé si son ojos de niños o de ocas.

Pero porque Haití duele levantemos una muralla de manos que curen las llagas de la tristeza y que saquen de la sombra y de los escombros a un pueblo que hace más de doscientos años encendió la llama de la libertad para todo el continente. Una muralla contra la mentira y el escarnio, una muralla que se abra sólo al corazón del amigo, al ruiseñor y a la flor, a la rosa y al clavel como lo quiso Nicolás Guillén en su bello poema.

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