lunes, 13 de junio de 2011
Un libro de tapas azules o el arte de leer al revés
La Revista del Vigía (Matanzas), N° 31, 2010, pp 71-80.
Por Jorge Fornet
Permítanme recordarlo de entrada: si bien se trata de un gesto frecuente entre los escritores, pocos han logrado con la eficacia de Ricardo Piglia crear en sus narraciones, ensayos, críticas y entrevistas, un espacio de lectura para sus propios textos. Ya he tocado con cierta amplitud ―y no es necesario en este contexto insistir en el tema― la manera en que él, para decirlo al modo de Marx, crea no solo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto. Es decir, no se trata de producir libros para un lector previo, sino, sobre todo, de producir nuevos lectores.
Es obvio que ese proyecto rebasa un marco meramente literario, y resulta fácil detectar en él implicaciones de mayor calado que no abordaré por el momento. Sí me interesa detenerme en otra forma de inducir determinadas lecturas.
Mi pretensión inicial era ver cómo se producía ese fenómeno por parte del Piglia editor, en sus antologías o prólogos a selecciones y autores diversos. Pero la lectura desfasada de uno de sus libros me llevó a corregir el rumbo. Si hasta ahora me interesaba sobre todo el proceso mediante el cual se iba preparando una lectura por venir (los textos que nos iban disponiendo para leer “correctamente”, por decir así, lo mismo el “Homenaje a Roberto Arlt” que La ciudad ausente), me parece notar que en los últimos tiempos Piglia ha hecho énfasis también en incitarnos a leer de modo retrospectivo. Es como si intentara remitirnos a un momento iniciático, a un punto del pasado en el cual se encontrara el germen de la obra que se despliega ante nosotros. Una inversión del sentido “de” lectura que condiciona una alteración del sentido “de la” lectura.
Me refiero, en pocas palabras, al hecho de que varios de los libros o textos más recientes de Piglia provocan un desconcertante avance hacia atrás, una fuga hacia el pasado y hacia él nos remiten. El efecto es el de un curioso círculo que, en lugar de cerrarse, se abre. A diferencia, digamos, de una lectura lineal según la cual la obra pasada es inamovible, o, si me permiten el latinajo, quod scripsi, scripsi, aquí el pasado es puesto en cuestión y se reconstruye, lo que abre nuevas interpretaciones en esa obra supuestamente clausurada.
Si bien hay indicios de esa propuesta de lectura desde fechas tempranas (la recurrente tendencia de Piglia a alterar los índices y estructura de sus libros en las sucesivas ediciones puede ser entendida como una invitación a releer la edición precedente), el fenómeno se potencia, creo, a partir de Plata quemada, donde la preocupación por los finales de los relatos, cómo terminar una obra o quién decide que una obra está terminada ―que comenzaban a aparecer en sus textos teóricos―, pasan a formar parte de la anécdota.
Es también a partir de Plata quemada que proliferarían algunos paratextos escasos hasta ese momento. Me refiero a los epílogos o su reverso, esos extraños prólogos que no parecen ajustarse al resto del volumen. A partir de la novela se acentuaría la tensión hasta entonces casi inexistente entre los textos de Piglia y esos paratextos. Una posdata a la presunta versión definitiva de Crítica y ficción afirma que “el conjunto puede ser visto ahora como la repetición imaginaria de una experiencia real”, [1] lo que, en lugar de despejar esa tensión a la que he aludido, la refuerza.
Por cierto, en esta edición, la nota original, que hasta entonces aparecía firmada exclusivamente con las iniciales R.P., añade una fecha: 10 de marzo de 1986. Curiosa precisión realizada catorce años después y que tal vez guarde algún significado, tanto como el que tienen el epílogo de Plata quemada (25 de julio, vísperas de la muerte de Arlt) y el de Formas breves (24 de noviembre, cumpleaños de Piglia), o el que podrían tener el de El último lector (12 de enero), la Nota a una de las ediciones de Prisión perpetua (19 de septiembre), y los prólogos a la edición definitiva de Nombre falso y a La invasión (fechados ambos el 31 de agosto, si bien a doce años de distancia entre sí).
Desde esa perspectiva, Plata quemada marca un camino, y con frecuencia los epílogos que suceden al de la novela, alteran la lectura del libro o impulsan a entenderlo desde un ángulo distinto en que los géneros se confunden, o mejor, se iluminan mutuamente.
En sentido general, hay en Piglia dos tipos esenciales de paratextos: los que vendrían a funcionar como notas (explicativas) a una nueva edición y aquellos otros que, al menos en principio, parecen ajenos al conjunto. Se trata, en este segundo caso, de textos inesperados que sorprenden y hasta oscurecen la lectura, por lo que implica utilizar, casi a manera de prólogos de libros ensayísticos o netamente académicos, textos de ficción desconectados del resto del volumen.
Así, pongamos por caso, tanto Formas breves y El último lector, por un lado, como Ricardo Piglia: una poética sin límites y Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha,[2] por el otro, están precedidos respectivamente por textos como “Hotel Almagro”, “El fotógrafo de Flores”, “Pequeño proyecto de una ciudad futura” (versión mayor de “El fotógrafo de Flores”) y “El pianista”. Todos ellos habían sido publicados antes con escasa circulación, de modo que al reaparecer en los nuevos contextos adquieren un protagonismo que no tenían. Al mismo tiempo, esas intervenciones iniciales crean un contrapunto con el resto del volumen que modifica la lectura tanto de ellos mismos, como del conjunto propiamente dicho. Aunque disímil en varios aspectos, el epílogo de Plata quemada ―repito― fue el arranque más visible de esa experiencia.
Hay un detalle en la novela que pasa casi inadvertido, o para ser más preciso, que sería prácticamente irrelevante hasta la aparición de El último lector. Me refiero al hecho de que en el epílogo, ese narrador cercano a Piglia que aparece en tantos de sus textos asegura que su primera conexión con la historia narrada surgió en 1966, en un tren en el que conoció, por azar, a Blanca Galeano, “la concubina” de Mereles. El detalle de este tren, recurrente en las ficciones de Piglia, no parecía tener en sí mismo mayor importancia, pero la lectura de El último lector nos provoca volver sobre el tema. Aquí ―como recordarán― se hace referencia a ciertas relaciones entre los trenes y la lectura, que he comentado en otro sitio: Dahlman en “El Sur”, el personaje innominado de “Continuidad de los parques”, la protagonista de Anna Karenina, y ―en otro registro― Rodolfo Walsh son algunos de los ejemplos en que Piglia se detiene. Pero hay una corriente oculta, no mencionada en El último lector aunque sí en otros textos, que otorga al tren una función distinta.
Ya en una de las “Notas sobre literatura en un Diario”, Piglia repetía la historia contada por Brecht según la cual un estudiante de Filosofía, discípulo aventajado de Simmel, escribió un tratado de moral que dejó olvidado en un tren. En consecuencia, volvió a empezar e incorporó el azar como fundamento de su sistema ético. [3] A esta altura, el dato mencionado como al paso en Plata quemada ―el encuentro azaroso en un tren con Blanca Galeano― cobra un nuevo valor. El tren se convierte entonces en el espacio en que se cifra el encuentro de la realidad y la ficción. Si en sí mismo funciona como el vehículo del tránsito y de la huida, a los efectos novelescos se transfigura en el sitio en que circulan las historias (al menos la historia genésica de la novela).
En cierta forma, el narrador de ese epílogo repite la situación del discípulo de Simmel: extravía durante décadas el manuscrito nacido del encuentro en aquel tren e incorpora esa pérdida a la propia narración. De ahí que el final mismo de la novela esté asociado con una imagen que quiero mencionar: “Me gustaría terminar este libro con el recuerdo de esa imagen, es decir, con el recuerdo de la muchacha que se va en tren a Bolivia y asoma su cara por la ventanilla y me mira seria, sin un gesto de saludo, quieta, mientras yo la veo alejarse, parado en el andén de la estación vacía”. [4]
Leído en retrospectiva, el tren de Plata quemada sería la condensación de un núcleo generador de historias, esbozado ya en ejemplos como el del discípulo de Simmel, y cristalizado, años después, en la anécdota de Walsh y en aquellos otros trenes literarios que transitan por las páginas de El último lector.
Lo cierto, en cualquier caso, es que leída desde la perspectiva de una década, la más atípica de las novelas de Piglia nos ayuda a entender senderos que han ido cuajando en torno a ella y a vislumbrar caminos futuros. Aquel epílogo es también una invitación a una lectura anacrónica que Piglia nos propone, porque si hemos de creer lo que allí se dice, o sea, que la primera versión de la novela data de 1966, entonces ella sería anterior, incluso, a su primer libro, que como sabemos sería publicado al año siguiente. El epílogo provoca, por tanto, un doble efecto: el de la puesta en cuestión del género del libro (pues nos induce a leer en clave testimonial lo que acabamos de leer en clave novelesca), [5] y el de la alteración cronológica (pues altera un orden de lecturas según el cual la novela más reciente es en verdad un texto “prehistórico” en el sentido en que precede a la escritura ―o al menos la publicación― de su primer libro conocido). El final remite al principio.
El proceso de aparición de ese interés por los finales y lo que significan se percibe de forma clara en las versiones de “Encuentro en Saint-Nazaire”. No tengo que recordar que las transformaciones entre la primera edición de 1989 y la que aparece en Prisión perpetua en 1998 (contemporánea esta última, por cierto, con la aparición de Plata quemada), son notables. Pero lo que me interesa señalar ahora es que en el apéndice que le crece al relato original, es decir, en el llamado “Diario de un loco”, cuyos temas han sido ordenados alfabéticamente, hay una entrada titulada “Final”. En ella Stevensen dice en ese estilo enigmático que le es propio:
Encontrar entonces una forma perfecta que no tenga final, que solo lo anuncie. Una forma circular, que remite de un punto a otro de la estructura, un relato lineal que sin embargo funciona como un juego de espejos o una adivinanza circular. Una palabra debe remitir a otra, en un orden que preserve, en el fondo secreto del lenguaje, la aspiración a un cierre. (Una experiencia debe remitir a otra, sin jerarquías, sin progresión, ni fin.) [6]
Ya dije antes que la lectura desfasada de un libro de Piglia me había llevado a corregir el rumbo inicial de estas páginas. El libro de marras es La invasión, que ha llegado a mis manos ―por decirlo así― con cuarenta y un años de retraso. En verdad debo aclarar que se trata de la edición publicada hace año y medio, la cual me ha obligado a releer aquella vieja edición de Jorge Álvarez y, desde luego, su precedente habanero: Jaulario.
La primera reacción, como es previsible, fue revisar el índice, solo para corroborar que su autor seguía siendo fiel a su pertinaz costumbre de modificarlos, de alterar la estructura de sus libros. Permanecían aquí, eso sí, los diez cuentos que integraron la edición de 1967 (incluido “Mi amigo”, que como se sabe no apareció en la edición cubana), aunque varios de ellos han sido corregidos o hasta reescritos con más o menos profundidad. Pero los que me interesan son, sobre todo, los cinco nuevos textos que incluye. Tres de ellos eran ya conocidos: “Desagravio”, “En noviembre” y “El pianista”. Los otros dos, “El joyero” y “Un pez en el hielo”, absolutamente inéditos.
Alguna vez intenté especular sobre la razón de que Piglia no hubiera incluido “En noviembre” y “Desagravio” en ninguno de sus libros, pese a que ambos ―que habían aparecido para entonces en publicaciones periódicas― son anteriores a Jaulario. Me atrevía a insinuar que esos cuentos formaban parte de linajes que nunca prosperaron. Que pertenecían a poéticas que no llegaron a consolidarse dentro de la obra de su autor y no era raro, por consiguiente, que no encontraran acomodo en sus libros. De hecho, la construcción o reconstrucción de linajes parecía percibirse ya en el tránsito de la edición habanera a la bonaerense (separadas, lo recordarán, por apenas cinco meses), o al menos así lo entendió muy pronto Viñas cuando hablaba de que el cambio de título del libro respondía a lo que él llamaba “la fascinación y el rechazo frente a lo cortaziano”. [7]
El final de “En noviembre”, por ejemplo, entroncaba con una visión existencialista nada frecuente en Piglia. El final mismo del cuento recuerda aquel instante de El extranjero en que Meursault, cegado por el brillo del sol, dispara dos veces contra el árabe. En la versión inicial del cuento, el narrador está en la playa y ve a alguien ahogándose cerca de él. Siente deseos de arrojarse a salvarlo, “pero estamos a fines de noviembre y el invierno es lento y uno tiene los músculos duros y el mar es terrible con ese color oscuro que trae, a veces, en el principio del verano”. [8]
Al desechar este relato, Piglia renuncia a ese costado existencialista de su obra, a ese posible linaje que, sin embargo, aparecerá subsumido o de manera irónica en el cuento “La caja de vidrio” y también en La ciudad ausente, donde hay un personaje que reconoce haber matado a un hombre “por el calor, porque era la hora de la siesta y lo había enceguecido el reflejo del sol en las vías”. [9] Tal vez la razón no fuera desacertada, puesto que la nueva versión del cuento elimina ese final y, de hecho, cualquier interpretación en aquel sentido.
No menos drásticos son los cambios en “Desagravio”. Ahora la trágica jornada del 16 de junio de 1955 es el trasfondo de una historia de pareja, de un hombre que va al encuentro de su mujer, y ante el rechazo de ella, la historia personal desemboca en otra tragedia que se funde o se diluye con la que está viviendo el país. En ambos casos, los cuentos debieron ser reescritos antes de encontrar espacio en el nuevo volumen.
Los dos cuentos inéditos, “El joyero” y “Un pez en el hielo”, escritos, según afirma Piglia, en 1969 y 1970 respectivamente, entroncan con historias o linajes conocidos. El protagonista del primero tiene el espíritu de aquellos seres desolados y tristes, consumidos por la soledad y la neurosis, que aparecen en otros de sus primeros cuentos.
Pero me interesa detenerme por ahora en el relato que cierra el volumen. “Un pez en el hielo” tiene que ver con un tema que Piglia ha rastreado como parte de la tradición argentina, al que se afilian varios de sus textos, incluidos algunos que acabo de mencionar: la pérdida de una mujer. Quiero precisar que ese tema no era mencionado por Piglia de forma explícita, sino hasta la aparición persistente de Macedonio en sus textos, coincidiendo con la época de La ciudad ausente, novela en la que el autor de Museo de la Novela de la Eterna tiene un papel fundamental.
Macedonio aparece encarnando algunas razones básicas que Piglia percibía en su figura y su obra, a saber: habría trabajado como pocos el tema de la pérdida de una mujer, había puesto en práctica una teoría del complot, dejaba sus manuscritos perdidos en cajones durante años, y se trataba de un escritor reticente a publicar. De manera que, de forma inevitable, cuando aparecen algunos de esos elementos en cuentos de los primeros años (no importa si publicados por vez primera en fecha reciente), sentimos una presencia de Macedonio que hasta ahora se nos hacía esquiva. La nueva lectura de un pasado que se va reconstruyendo con el paso del tiempo modifica así el modo en que entran los precursores.
Pero volviendo a “Un pez en el hielo”, se trata del homenaje de Piglia a otro de esos precursores clave, menos visible ―es cierto― que los siempre mentados Borges, Arlt, Macedonio, Gombrowicz, Joyce, Kafka, etc. Me refiero a Pavese, a quien Piglia dedicó en 1963 su primer ensayo, publicado en El Escarabajo de Oro, y de quien dijo: “Pavese fue un escritor importantísimo para mí. Lo leía como si fuera un escritor norteamericano, que además escribía un Diario”; y además agregaba, “El oficio de vivir fue un libro clave para mí: la conexión entre teoría y narrativa norteamericana (y el diario como forma), ‘ya’ está ahí”. [10]
Esos tres elementos (la teoría, la narrativa norteamericana y el Diario) son fundamentales en la poética pigliana. Pavese ―como he tenido ocasión de señalar en otro sitio― le aporta algo más que Piglia no menciona y que, sin embargo, será otro de los ejes de su narrativa. Fue Ítalo Calvino quien señaló esa característica: “Todas las novelas de Pavese giran en torno a un tema oculto, a algo no dicho que es lo que verdaderamente quiere decir y que solo se puede decir callándolo”.
En un inicio, Pavese fue también un mentor ideológico para Piglia. A mediados de los años 60 este escribió un incisivo artículo en que abordaba temas entonces candentes sobre el lugar del escritor y la literatura en la sociedad, y que concluía con una frase de Pavese que parecía una declaración de principios: “Plantearse ir hacia el pueblo es, en definitiva, confesar una mala conciencia. Quien está obsesionado por el dilema: ¿Soy o no un escritor social? y a quien toda la variedad infinita de las cosas, de los hechos, de las almas, le resulte, bajo su pluma, auscultación de sí mismo... sea heroico hasta el final: impóngase silencio”. [11]
Lo cierto es que la obra de Pavese circulaba en Buenos Aires y en las revistas que hacían y leían los nuevos escritores. El Grillo de Papel publicó en 1960 el texto de Pavese “Cultura democrática y cultura norteamericana”; en el encabezamiento se dice que si ya Pavese es conocido en español por sus novelas, cuentos, los ensayos de El oficio de poeta, y por El oficio de vivir, ese año serían traducidos y publicados en Argentina sus poemarios Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. [12]
Al desaparecer El Grillo de Papel, su sustituta, la ya mentada revista El Escarabajo de Oro, publica en su primer número otro breve texto de Pavese titulado “Miedo y cultura”. En el número 17, aparece el mencionado primer ensayo de Piglia, y tres números más tarde, en aquel mismo 1963, una entrevista de este a Vasco Pratolini, durante el Festival de Mar del Plata. Es posible percibir cierta ingenuidad provinciana en el joven que pregunta al escritor consagrado su opinión sobre los autores que a él mismo le interesan. Con no poco candor escribe Piglia: Pratolini “Nos dijo que Borges le piaceva molto, que no conocía a Arlt”. [13] Aleccionador, sin embargo, que el joven casi inédito ya anduviera tras ellos.
Luego pregunta: “¿En qué medida la literatura norteamericana de la década del 30 (tan importante en la formación de hombres como Pavese y Vitorini) influyó en Ud.?”, a lo que Pratolini responde: “Vitorini y Pavese, si no tuviesen otros méritos (y los tienen en un modo realmente importante) tendrían uno y fundamental para la cultura italiana: hacer conocer en Italia las obras de la moderna literatura americana, a través de un largo, fatigoso y generoso trabajo de traducción y divulgación”. [14] Es decir, que en aquella entrevista el joven Piglia estaba poniendo sobre la mesa algunos de los nombres que serían pivotes de su poética.
El rescate de un cuento como “El pez en el hielo” (escrito, supuestamente, en 1970) significaría entonces una vuelta a aquellos orígenes, un viaje a la semilla, una invitación a leer hacia atrás que nos obliga a repensar la noción que nos habíamos formado de aquel momento. Si Jaulario y La invasión tenían un cuento netamente arltiano como “La honda”, y un cuento borgiano como “Las actas del juicio”, destacados ambos por Piglia por tratarse, según él, del primero que escribió y del mejor de todos, respectivamente, faltaba en el volumen ―ahora lo sabemos― el cuento pavesiano. Y de ese modo la tradición se rearma y el cuento nos invita a releer con esa clave en mente los libros posteriores.
La historia es simple: Emilio Renzi ―y el hecho de que el cuento esté protagonizado por él le da una proyección particular― ha llegado a Italia con una beca para olvidar la pérdida de una mujer y para estudiar la obra de Pavese y, en particular, su Diario. Y pronto aparece una de las pistas: “Pavese había escrito uno de los mejores diarios que se había escrito nunca… porque se había matado”. [15] Es decir, es el final, el hecho mismo del suicidio (provocado también por la pérdida de una mujer), el que convierte en excepcional ese Diario.
La investigación lleva a Renzi a la casa natal de Pavese en Santo Stefano Belbo, en uno de cuyos cuartos habían reconstruido su escritorio. Allí Renzi encuentra, aparte de algunos objetos del escritor, un ejemplar de la novela de Fitzgerald Tender Is the Night, la cual remite de forma obvia a uno de los cuentos de La invasión, y encuentra también, y esto es más importante, los originales del Diario. De repente, Renzi escucha que alguien habla a sus espaldas. “Parecía polaco”, dice el narrador, “un conde polaco (como todos los polacos en el exilio, según Dostoievski)”. [16] Aunque no son muchos los detalles que se ofrecen del personaje (un coleccionista que, como tal, se especializaba en “encontrar la diferencia”), resulta imposible no recordar al exiliado polaco más persistente en la obra de Piglia. De este modo Grombowicz se anuncia desde mucho antes de aparecer bajo la piel de Tardewski en Respiración artificial. El futuro, una vez más, nos obliga a revisar el pasado.
Debo añadir, si quiero ser exacto, que este modo de leer que Piglia nos propone, pese a que, como he dicho, parece potenciarse en los últimos años, se ha insinuado siempre en lo que, repitiendo a Balzac, cabría llamar su obra maestra desconocida. Me refiero, como podrán imaginarse, a su Diario. Desde fecha muy temprana ―lo recordarán perfectamente―, comenzó a aludir a él como una obra futura, sentido último de su labor como escritor, cuyo inicio en 1957 precedía al resto de su escritura. Situada así, entre el principio y el fin, esa obra es la espiral perfecta, la que todos esperamos para confirmar lo que siempre sospechamos y para descubrir nuevas aristas apenas perceptibles. Pero esa función del Diario solo se me hace clara en este momento. Quién sabe si la forma de leer que Piglia nos está proponiendo desde hace un tiempo no sea sino la preparación del escenario de lectura de ese Diario tantas veces dilatado y apenas asomado en su obra total, ese libro anunciado como una obra póstuma, consecuencia y causa, a la vez, del resto de su obra.
Leer al revés. Vuelvo a pensar en la idea y no puedo eludir una anécdota que Piglia rescató de su memoria en el diálogo que tuvo con Juan Villoro en El Colegio de México, y que no recuerdo haber leído antes. Una anécdota con la que quisiera terminar. Se trataría ―cuenta Piglia― del primer recuerdo de lectura que hay en su vida, tal vez de cuando tenía unos cuatro años. Vivía en Adrogué, en una calle cercana a la estación del tren por la que bajaban los pasajeros recién llegados. Un día ―recuerda― tomó un libro de tapas azules de la biblioteca de su padre y se sentó en el umbral de la casa para que lo vieran leer. Hasta que en un momento uno de los pasajeros o quizá un vecino le dice que tiene el libro al revés. “Podría decir”, sintetiza Piglia, “que ahí está todo, siempre he leído los libros al revés, siempre se ha aparecido alguien que me ha dicho ‘ese libro está al revés’, y siempre he tratado de escribir ese libro azul”. [17]
Me gustaría sumarme a esos comentaristas precedidos por el oscuro pasajero o vecino de Adrogué. Porque Piglia, efectivamente, está leyendo al revés, y nos arrastra a seguirlo. Un Diario y un libro de tapas azules señalan el camino.
Notas:
1. Crítica y ficción. Buenos Aires: Seix Barral, 2000, p.245.
2. Formas breves, Barcelona: Anagrama, 2000; El último lector, Barcelona: Anagrama, 2005; Ricardo Piglia: una poética sin límites, comp. de Adriana Rodríguez Pérsico en colaboración con Jorge Fornet, Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh, 2004, y Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha, coord. Daniel Mesa Gancedo, Sevilla: Secretariado de Publicaciones Universidad de Sevilla, 2006.
3. Formas breves, p. 85.
4. Plata quemada, Buenos Aires: Planeta, 2007, pp. 251-252.
5. Ya Julio Premat lo había expresado de otro modo en “Los espejos y la cópula son abominables”, en Ricardo Piglia: una poética sin límites, pp. 123-134.
6. “Encuentro en Saint-Nazaire”, en Prisión perpetua, Buenos Aires: Seix Barral, 1998, p. 133.
7. David Viñas: “Después de Cortázar: historia e interiorización”, en Actual narrativa latinoamericana. La Habana: Casa de las Américas, 1970, p. 174.
8. “En noviembre”, Tiempos Modernos, 1965, No. 2, p. 24.
9. La ciudad ausente, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1992, p. 114.
10. “Ricardo Piglia”, Babel. Revista de Libros, 1990, No. 21, p. 36.
11. “Literatura y sociedad”, Literatura y sociedad, 1965, No. 1, p. 11.
12. El Grillo de Papel, 1960, No. 6, p. 7.
13. “Un examen con Vasco Pratolini”, El Escarabajo de Oro, 1963, p.6.
14. Ibíd., p. 7.
15. La invasión, Barcelona: Anagrama, 2006, p. 178.
16. Ibíd., p. 190.
17. Ricardo Piglia y Juan Villoro: “Escribir es conversar”, El Cuentero (La Habana), 2008, No. 6, p. 9.
Por Jorge Fornet
Permítanme recordarlo de entrada: si bien se trata de un gesto frecuente entre los escritores, pocos han logrado con la eficacia de Ricardo Piglia crear en sus narraciones, ensayos, críticas y entrevistas, un espacio de lectura para sus propios textos. Ya he tocado con cierta amplitud ―y no es necesario en este contexto insistir en el tema― la manera en que él, para decirlo al modo de Marx, crea no solo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto. Es decir, no se trata de producir libros para un lector previo, sino, sobre todo, de producir nuevos lectores.
Es obvio que ese proyecto rebasa un marco meramente literario, y resulta fácil detectar en él implicaciones de mayor calado que no abordaré por el momento. Sí me interesa detenerme en otra forma de inducir determinadas lecturas.
Mi pretensión inicial era ver cómo se producía ese fenómeno por parte del Piglia editor, en sus antologías o prólogos a selecciones y autores diversos. Pero la lectura desfasada de uno de sus libros me llevó a corregir el rumbo. Si hasta ahora me interesaba sobre todo el proceso mediante el cual se iba preparando una lectura por venir (los textos que nos iban disponiendo para leer “correctamente”, por decir así, lo mismo el “Homenaje a Roberto Arlt” que La ciudad ausente), me parece notar que en los últimos tiempos Piglia ha hecho énfasis también en incitarnos a leer de modo retrospectivo. Es como si intentara remitirnos a un momento iniciático, a un punto del pasado en el cual se encontrara el germen de la obra que se despliega ante nosotros. Una inversión del sentido “de” lectura que condiciona una alteración del sentido “de la” lectura.
Me refiero, en pocas palabras, al hecho de que varios de los libros o textos más recientes de Piglia provocan un desconcertante avance hacia atrás, una fuga hacia el pasado y hacia él nos remiten. El efecto es el de un curioso círculo que, en lugar de cerrarse, se abre. A diferencia, digamos, de una lectura lineal según la cual la obra pasada es inamovible, o, si me permiten el latinajo, quod scripsi, scripsi, aquí el pasado es puesto en cuestión y se reconstruye, lo que abre nuevas interpretaciones en esa obra supuestamente clausurada.
Si bien hay indicios de esa propuesta de lectura desde fechas tempranas (la recurrente tendencia de Piglia a alterar los índices y estructura de sus libros en las sucesivas ediciones puede ser entendida como una invitación a releer la edición precedente), el fenómeno se potencia, creo, a partir de Plata quemada, donde la preocupación por los finales de los relatos, cómo terminar una obra o quién decide que una obra está terminada ―que comenzaban a aparecer en sus textos teóricos―, pasan a formar parte de la anécdota.
Es también a partir de Plata quemada que proliferarían algunos paratextos escasos hasta ese momento. Me refiero a los epílogos o su reverso, esos extraños prólogos que no parecen ajustarse al resto del volumen. A partir de la novela se acentuaría la tensión hasta entonces casi inexistente entre los textos de Piglia y esos paratextos. Una posdata a la presunta versión definitiva de Crítica y ficción afirma que “el conjunto puede ser visto ahora como la repetición imaginaria de una experiencia real”, [1] lo que, en lugar de despejar esa tensión a la que he aludido, la refuerza.
Por cierto, en esta edición, la nota original, que hasta entonces aparecía firmada exclusivamente con las iniciales R.P., añade una fecha: 10 de marzo de 1986. Curiosa precisión realizada catorce años después y que tal vez guarde algún significado, tanto como el que tienen el epílogo de Plata quemada (25 de julio, vísperas de la muerte de Arlt) y el de Formas breves (24 de noviembre, cumpleaños de Piglia), o el que podrían tener el de El último lector (12 de enero), la Nota a una de las ediciones de Prisión perpetua (19 de septiembre), y los prólogos a la edición definitiva de Nombre falso y a La invasión (fechados ambos el 31 de agosto, si bien a doce años de distancia entre sí).
Desde esa perspectiva, Plata quemada marca un camino, y con frecuencia los epílogos que suceden al de la novela, alteran la lectura del libro o impulsan a entenderlo desde un ángulo distinto en que los géneros se confunden, o mejor, se iluminan mutuamente.
En sentido general, hay en Piglia dos tipos esenciales de paratextos: los que vendrían a funcionar como notas (explicativas) a una nueva edición y aquellos otros que, al menos en principio, parecen ajenos al conjunto. Se trata, en este segundo caso, de textos inesperados que sorprenden y hasta oscurecen la lectura, por lo que implica utilizar, casi a manera de prólogos de libros ensayísticos o netamente académicos, textos de ficción desconectados del resto del volumen.
Así, pongamos por caso, tanto Formas breves y El último lector, por un lado, como Ricardo Piglia: una poética sin límites y Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha,[2] por el otro, están precedidos respectivamente por textos como “Hotel Almagro”, “El fotógrafo de Flores”, “Pequeño proyecto de una ciudad futura” (versión mayor de “El fotógrafo de Flores”) y “El pianista”. Todos ellos habían sido publicados antes con escasa circulación, de modo que al reaparecer en los nuevos contextos adquieren un protagonismo que no tenían. Al mismo tiempo, esas intervenciones iniciales crean un contrapunto con el resto del volumen que modifica la lectura tanto de ellos mismos, como del conjunto propiamente dicho. Aunque disímil en varios aspectos, el epílogo de Plata quemada ―repito― fue el arranque más visible de esa experiencia.
Hay un detalle en la novela que pasa casi inadvertido, o para ser más preciso, que sería prácticamente irrelevante hasta la aparición de El último lector. Me refiero al hecho de que en el epílogo, ese narrador cercano a Piglia que aparece en tantos de sus textos asegura que su primera conexión con la historia narrada surgió en 1966, en un tren en el que conoció, por azar, a Blanca Galeano, “la concubina” de Mereles. El detalle de este tren, recurrente en las ficciones de Piglia, no parecía tener en sí mismo mayor importancia, pero la lectura de El último lector nos provoca volver sobre el tema. Aquí ―como recordarán― se hace referencia a ciertas relaciones entre los trenes y la lectura, que he comentado en otro sitio: Dahlman en “El Sur”, el personaje innominado de “Continuidad de los parques”, la protagonista de Anna Karenina, y ―en otro registro― Rodolfo Walsh son algunos de los ejemplos en que Piglia se detiene. Pero hay una corriente oculta, no mencionada en El último lector aunque sí en otros textos, que otorga al tren una función distinta.
Ya en una de las “Notas sobre literatura en un Diario”, Piglia repetía la historia contada por Brecht según la cual un estudiante de Filosofía, discípulo aventajado de Simmel, escribió un tratado de moral que dejó olvidado en un tren. En consecuencia, volvió a empezar e incorporó el azar como fundamento de su sistema ético. [3] A esta altura, el dato mencionado como al paso en Plata quemada ―el encuentro azaroso en un tren con Blanca Galeano― cobra un nuevo valor. El tren se convierte entonces en el espacio en que se cifra el encuentro de la realidad y la ficción. Si en sí mismo funciona como el vehículo del tránsito y de la huida, a los efectos novelescos se transfigura en el sitio en que circulan las historias (al menos la historia genésica de la novela).
En cierta forma, el narrador de ese epílogo repite la situación del discípulo de Simmel: extravía durante décadas el manuscrito nacido del encuentro en aquel tren e incorpora esa pérdida a la propia narración. De ahí que el final mismo de la novela esté asociado con una imagen que quiero mencionar: “Me gustaría terminar este libro con el recuerdo de esa imagen, es decir, con el recuerdo de la muchacha que se va en tren a Bolivia y asoma su cara por la ventanilla y me mira seria, sin un gesto de saludo, quieta, mientras yo la veo alejarse, parado en el andén de la estación vacía”. [4]
Leído en retrospectiva, el tren de Plata quemada sería la condensación de un núcleo generador de historias, esbozado ya en ejemplos como el del discípulo de Simmel, y cristalizado, años después, en la anécdota de Walsh y en aquellos otros trenes literarios que transitan por las páginas de El último lector.
Lo cierto, en cualquier caso, es que leída desde la perspectiva de una década, la más atípica de las novelas de Piglia nos ayuda a entender senderos que han ido cuajando en torno a ella y a vislumbrar caminos futuros. Aquel epílogo es también una invitación a una lectura anacrónica que Piglia nos propone, porque si hemos de creer lo que allí se dice, o sea, que la primera versión de la novela data de 1966, entonces ella sería anterior, incluso, a su primer libro, que como sabemos sería publicado al año siguiente. El epílogo provoca, por tanto, un doble efecto: el de la puesta en cuestión del género del libro (pues nos induce a leer en clave testimonial lo que acabamos de leer en clave novelesca), [5] y el de la alteración cronológica (pues altera un orden de lecturas según el cual la novela más reciente es en verdad un texto “prehistórico” en el sentido en que precede a la escritura ―o al menos la publicación― de su primer libro conocido). El final remite al principio.
El proceso de aparición de ese interés por los finales y lo que significan se percibe de forma clara en las versiones de “Encuentro en Saint-Nazaire”. No tengo que recordar que las transformaciones entre la primera edición de 1989 y la que aparece en Prisión perpetua en 1998 (contemporánea esta última, por cierto, con la aparición de Plata quemada), son notables. Pero lo que me interesa señalar ahora es que en el apéndice que le crece al relato original, es decir, en el llamado “Diario de un loco”, cuyos temas han sido ordenados alfabéticamente, hay una entrada titulada “Final”. En ella Stevensen dice en ese estilo enigmático que le es propio:
Encontrar entonces una forma perfecta que no tenga final, que solo lo anuncie. Una forma circular, que remite de un punto a otro de la estructura, un relato lineal que sin embargo funciona como un juego de espejos o una adivinanza circular. Una palabra debe remitir a otra, en un orden que preserve, en el fondo secreto del lenguaje, la aspiración a un cierre. (Una experiencia debe remitir a otra, sin jerarquías, sin progresión, ni fin.) [6]
Ya dije antes que la lectura desfasada de un libro de Piglia me había llevado a corregir el rumbo inicial de estas páginas. El libro de marras es La invasión, que ha llegado a mis manos ―por decirlo así― con cuarenta y un años de retraso. En verdad debo aclarar que se trata de la edición publicada hace año y medio, la cual me ha obligado a releer aquella vieja edición de Jorge Álvarez y, desde luego, su precedente habanero: Jaulario.
La primera reacción, como es previsible, fue revisar el índice, solo para corroborar que su autor seguía siendo fiel a su pertinaz costumbre de modificarlos, de alterar la estructura de sus libros. Permanecían aquí, eso sí, los diez cuentos que integraron la edición de 1967 (incluido “Mi amigo”, que como se sabe no apareció en la edición cubana), aunque varios de ellos han sido corregidos o hasta reescritos con más o menos profundidad. Pero los que me interesan son, sobre todo, los cinco nuevos textos que incluye. Tres de ellos eran ya conocidos: “Desagravio”, “En noviembre” y “El pianista”. Los otros dos, “El joyero” y “Un pez en el hielo”, absolutamente inéditos.
Alguna vez intenté especular sobre la razón de que Piglia no hubiera incluido “En noviembre” y “Desagravio” en ninguno de sus libros, pese a que ambos ―que habían aparecido para entonces en publicaciones periódicas― son anteriores a Jaulario. Me atrevía a insinuar que esos cuentos formaban parte de linajes que nunca prosperaron. Que pertenecían a poéticas que no llegaron a consolidarse dentro de la obra de su autor y no era raro, por consiguiente, que no encontraran acomodo en sus libros. De hecho, la construcción o reconstrucción de linajes parecía percibirse ya en el tránsito de la edición habanera a la bonaerense (separadas, lo recordarán, por apenas cinco meses), o al menos así lo entendió muy pronto Viñas cuando hablaba de que el cambio de título del libro respondía a lo que él llamaba “la fascinación y el rechazo frente a lo cortaziano”. [7]
El final de “En noviembre”, por ejemplo, entroncaba con una visión existencialista nada frecuente en Piglia. El final mismo del cuento recuerda aquel instante de El extranjero en que Meursault, cegado por el brillo del sol, dispara dos veces contra el árabe. En la versión inicial del cuento, el narrador está en la playa y ve a alguien ahogándose cerca de él. Siente deseos de arrojarse a salvarlo, “pero estamos a fines de noviembre y el invierno es lento y uno tiene los músculos duros y el mar es terrible con ese color oscuro que trae, a veces, en el principio del verano”. [8]
Al desechar este relato, Piglia renuncia a ese costado existencialista de su obra, a ese posible linaje que, sin embargo, aparecerá subsumido o de manera irónica en el cuento “La caja de vidrio” y también en La ciudad ausente, donde hay un personaje que reconoce haber matado a un hombre “por el calor, porque era la hora de la siesta y lo había enceguecido el reflejo del sol en las vías”. [9] Tal vez la razón no fuera desacertada, puesto que la nueva versión del cuento elimina ese final y, de hecho, cualquier interpretación en aquel sentido.
No menos drásticos son los cambios en “Desagravio”. Ahora la trágica jornada del 16 de junio de 1955 es el trasfondo de una historia de pareja, de un hombre que va al encuentro de su mujer, y ante el rechazo de ella, la historia personal desemboca en otra tragedia que se funde o se diluye con la que está viviendo el país. En ambos casos, los cuentos debieron ser reescritos antes de encontrar espacio en el nuevo volumen.
Los dos cuentos inéditos, “El joyero” y “Un pez en el hielo”, escritos, según afirma Piglia, en 1969 y 1970 respectivamente, entroncan con historias o linajes conocidos. El protagonista del primero tiene el espíritu de aquellos seres desolados y tristes, consumidos por la soledad y la neurosis, que aparecen en otros de sus primeros cuentos.
Pero me interesa detenerme por ahora en el relato que cierra el volumen. “Un pez en el hielo” tiene que ver con un tema que Piglia ha rastreado como parte de la tradición argentina, al que se afilian varios de sus textos, incluidos algunos que acabo de mencionar: la pérdida de una mujer. Quiero precisar que ese tema no era mencionado por Piglia de forma explícita, sino hasta la aparición persistente de Macedonio en sus textos, coincidiendo con la época de La ciudad ausente, novela en la que el autor de Museo de la Novela de la Eterna tiene un papel fundamental.
Macedonio aparece encarnando algunas razones básicas que Piglia percibía en su figura y su obra, a saber: habría trabajado como pocos el tema de la pérdida de una mujer, había puesto en práctica una teoría del complot, dejaba sus manuscritos perdidos en cajones durante años, y se trataba de un escritor reticente a publicar. De manera que, de forma inevitable, cuando aparecen algunos de esos elementos en cuentos de los primeros años (no importa si publicados por vez primera en fecha reciente), sentimos una presencia de Macedonio que hasta ahora se nos hacía esquiva. La nueva lectura de un pasado que se va reconstruyendo con el paso del tiempo modifica así el modo en que entran los precursores.
Pero volviendo a “Un pez en el hielo”, se trata del homenaje de Piglia a otro de esos precursores clave, menos visible ―es cierto― que los siempre mentados Borges, Arlt, Macedonio, Gombrowicz, Joyce, Kafka, etc. Me refiero a Pavese, a quien Piglia dedicó en 1963 su primer ensayo, publicado en El Escarabajo de Oro, y de quien dijo: “Pavese fue un escritor importantísimo para mí. Lo leía como si fuera un escritor norteamericano, que además escribía un Diario”; y además agregaba, “El oficio de vivir fue un libro clave para mí: la conexión entre teoría y narrativa norteamericana (y el diario como forma), ‘ya’ está ahí”. [10]
Esos tres elementos (la teoría, la narrativa norteamericana y el Diario) son fundamentales en la poética pigliana. Pavese ―como he tenido ocasión de señalar en otro sitio― le aporta algo más que Piglia no menciona y que, sin embargo, será otro de los ejes de su narrativa. Fue Ítalo Calvino quien señaló esa característica: “Todas las novelas de Pavese giran en torno a un tema oculto, a algo no dicho que es lo que verdaderamente quiere decir y que solo se puede decir callándolo”.
En un inicio, Pavese fue también un mentor ideológico para Piglia. A mediados de los años 60 este escribió un incisivo artículo en que abordaba temas entonces candentes sobre el lugar del escritor y la literatura en la sociedad, y que concluía con una frase de Pavese que parecía una declaración de principios: “Plantearse ir hacia el pueblo es, en definitiva, confesar una mala conciencia. Quien está obsesionado por el dilema: ¿Soy o no un escritor social? y a quien toda la variedad infinita de las cosas, de los hechos, de las almas, le resulte, bajo su pluma, auscultación de sí mismo... sea heroico hasta el final: impóngase silencio”. [11]
Lo cierto es que la obra de Pavese circulaba en Buenos Aires y en las revistas que hacían y leían los nuevos escritores. El Grillo de Papel publicó en 1960 el texto de Pavese “Cultura democrática y cultura norteamericana”; en el encabezamiento se dice que si ya Pavese es conocido en español por sus novelas, cuentos, los ensayos de El oficio de poeta, y por El oficio de vivir, ese año serían traducidos y publicados en Argentina sus poemarios Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. [12]
Al desaparecer El Grillo de Papel, su sustituta, la ya mentada revista El Escarabajo de Oro, publica en su primer número otro breve texto de Pavese titulado “Miedo y cultura”. En el número 17, aparece el mencionado primer ensayo de Piglia, y tres números más tarde, en aquel mismo 1963, una entrevista de este a Vasco Pratolini, durante el Festival de Mar del Plata. Es posible percibir cierta ingenuidad provinciana en el joven que pregunta al escritor consagrado su opinión sobre los autores que a él mismo le interesan. Con no poco candor escribe Piglia: Pratolini “Nos dijo que Borges le piaceva molto, que no conocía a Arlt”. [13] Aleccionador, sin embargo, que el joven casi inédito ya anduviera tras ellos.
Luego pregunta: “¿En qué medida la literatura norteamericana de la década del 30 (tan importante en la formación de hombres como Pavese y Vitorini) influyó en Ud.?”, a lo que Pratolini responde: “Vitorini y Pavese, si no tuviesen otros méritos (y los tienen en un modo realmente importante) tendrían uno y fundamental para la cultura italiana: hacer conocer en Italia las obras de la moderna literatura americana, a través de un largo, fatigoso y generoso trabajo de traducción y divulgación”. [14] Es decir, que en aquella entrevista el joven Piglia estaba poniendo sobre la mesa algunos de los nombres que serían pivotes de su poética.
El rescate de un cuento como “El pez en el hielo” (escrito, supuestamente, en 1970) significaría entonces una vuelta a aquellos orígenes, un viaje a la semilla, una invitación a leer hacia atrás que nos obliga a repensar la noción que nos habíamos formado de aquel momento. Si Jaulario y La invasión tenían un cuento netamente arltiano como “La honda”, y un cuento borgiano como “Las actas del juicio”, destacados ambos por Piglia por tratarse, según él, del primero que escribió y del mejor de todos, respectivamente, faltaba en el volumen ―ahora lo sabemos― el cuento pavesiano. Y de ese modo la tradición se rearma y el cuento nos invita a releer con esa clave en mente los libros posteriores.
La historia es simple: Emilio Renzi ―y el hecho de que el cuento esté protagonizado por él le da una proyección particular― ha llegado a Italia con una beca para olvidar la pérdida de una mujer y para estudiar la obra de Pavese y, en particular, su Diario. Y pronto aparece una de las pistas: “Pavese había escrito uno de los mejores diarios que se había escrito nunca… porque se había matado”. [15] Es decir, es el final, el hecho mismo del suicidio (provocado también por la pérdida de una mujer), el que convierte en excepcional ese Diario.
La investigación lleva a Renzi a la casa natal de Pavese en Santo Stefano Belbo, en uno de cuyos cuartos habían reconstruido su escritorio. Allí Renzi encuentra, aparte de algunos objetos del escritor, un ejemplar de la novela de Fitzgerald Tender Is the Night, la cual remite de forma obvia a uno de los cuentos de La invasión, y encuentra también, y esto es más importante, los originales del Diario. De repente, Renzi escucha que alguien habla a sus espaldas. “Parecía polaco”, dice el narrador, “un conde polaco (como todos los polacos en el exilio, según Dostoievski)”. [16] Aunque no son muchos los detalles que se ofrecen del personaje (un coleccionista que, como tal, se especializaba en “encontrar la diferencia”), resulta imposible no recordar al exiliado polaco más persistente en la obra de Piglia. De este modo Grombowicz se anuncia desde mucho antes de aparecer bajo la piel de Tardewski en Respiración artificial. El futuro, una vez más, nos obliga a revisar el pasado.
Debo añadir, si quiero ser exacto, que este modo de leer que Piglia nos propone, pese a que, como he dicho, parece potenciarse en los últimos años, se ha insinuado siempre en lo que, repitiendo a Balzac, cabría llamar su obra maestra desconocida. Me refiero, como podrán imaginarse, a su Diario. Desde fecha muy temprana ―lo recordarán perfectamente―, comenzó a aludir a él como una obra futura, sentido último de su labor como escritor, cuyo inicio en 1957 precedía al resto de su escritura. Situada así, entre el principio y el fin, esa obra es la espiral perfecta, la que todos esperamos para confirmar lo que siempre sospechamos y para descubrir nuevas aristas apenas perceptibles. Pero esa función del Diario solo se me hace clara en este momento. Quién sabe si la forma de leer que Piglia nos está proponiendo desde hace un tiempo no sea sino la preparación del escenario de lectura de ese Diario tantas veces dilatado y apenas asomado en su obra total, ese libro anunciado como una obra póstuma, consecuencia y causa, a la vez, del resto de su obra.
Leer al revés. Vuelvo a pensar en la idea y no puedo eludir una anécdota que Piglia rescató de su memoria en el diálogo que tuvo con Juan Villoro en El Colegio de México, y que no recuerdo haber leído antes. Una anécdota con la que quisiera terminar. Se trataría ―cuenta Piglia― del primer recuerdo de lectura que hay en su vida, tal vez de cuando tenía unos cuatro años. Vivía en Adrogué, en una calle cercana a la estación del tren por la que bajaban los pasajeros recién llegados. Un día ―recuerda― tomó un libro de tapas azules de la biblioteca de su padre y se sentó en el umbral de la casa para que lo vieran leer. Hasta que en un momento uno de los pasajeros o quizá un vecino le dice que tiene el libro al revés. “Podría decir”, sintetiza Piglia, “que ahí está todo, siempre he leído los libros al revés, siempre se ha aparecido alguien que me ha dicho ‘ese libro está al revés’, y siempre he tratado de escribir ese libro azul”. [17]
Me gustaría sumarme a esos comentaristas precedidos por el oscuro pasajero o vecino de Adrogué. Porque Piglia, efectivamente, está leyendo al revés, y nos arrastra a seguirlo. Un Diario y un libro de tapas azules señalan el camino.
Notas:
1. Crítica y ficción. Buenos Aires: Seix Barral, 2000, p.245.
2. Formas breves, Barcelona: Anagrama, 2000; El último lector, Barcelona: Anagrama, 2005; Ricardo Piglia: una poética sin límites, comp. de Adriana Rodríguez Pérsico en colaboración con Jorge Fornet, Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh, 2004, y Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha, coord. Daniel Mesa Gancedo, Sevilla: Secretariado de Publicaciones Universidad de Sevilla, 2006.
3. Formas breves, p. 85.
4. Plata quemada, Buenos Aires: Planeta, 2007, pp. 251-252.
5. Ya Julio Premat lo había expresado de otro modo en “Los espejos y la cópula son abominables”, en Ricardo Piglia: una poética sin límites, pp. 123-134.
6. “Encuentro en Saint-Nazaire”, en Prisión perpetua, Buenos Aires: Seix Barral, 1998, p. 133.
7. David Viñas: “Después de Cortázar: historia e interiorización”, en Actual narrativa latinoamericana. La Habana: Casa de las Américas, 1970, p. 174.
8. “En noviembre”, Tiempos Modernos, 1965, No. 2, p. 24.
9. La ciudad ausente, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1992, p. 114.
10. “Ricardo Piglia”, Babel. Revista de Libros, 1990, No. 21, p. 36.
11. “Literatura y sociedad”, Literatura y sociedad, 1965, No. 1, p. 11.
12. El Grillo de Papel, 1960, No. 6, p. 7.
13. “Un examen con Vasco Pratolini”, El Escarabajo de Oro, 1963, p.6.
14. Ibíd., p. 7.
15. La invasión, Barcelona: Anagrama, 2006, p. 178.
16. Ibíd., p. 190.
17. Ricardo Piglia y Juan Villoro: “Escribir es conversar”, El Cuentero (La Habana), 2008, No. 6, p. 9.
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