viernes, 17 de junio de 2011
Homenaje al gran literato argentino, a 25 años de su deceso
Vos el Soberano
Por Jorge Castellón
Un día 13 de junio muere Borges en Ginebra. Ya se cumplen 25 años de su marcha… En la ciudad más cosmopolita de Suiza, ha de esperar la muerte aquel autor que fue capaz de reunir el universo de las culturas y las ideas en la brevedad de sus cuentos y ensayos; en la lúcida profundidad de su poesía.
Borges, como todos sabemos, se enorgullecía más de sus lecturas que de sus libros escritos. Y vivió incansablemente en su tarea de –no solo escribir- sino conocer, conocer los mitos y los lenguajes. Se dedicó, por ejemplo, al estudio de los orígenes de la lengua inglesa: estudió el escandinavo, viajó a Islandia y pudo llegar a conocer más que ningún otro escritor de lengua española, el antiquísimo idioma inglés. Su lápida, está escrita en esa lengua en su forma antigua.
Murió haciendo literatura. Murió, él mismo, preso de las sorpresas del laberinto del destino; murió, juntando con sus actos, las orillas de una madeja incompresible, hecha de aquellos mismos azares de los que tanto escribiera.
Ayer se supo, gracias a una conversación con María Kodama sostenida en Madrid, que Borges murió aprendiendo árabe. Al ser contratado el instructor, la identidad del estudiante no le fue revelada, y por obra de una sentencia del propio escritor -un hombre es al final su destino-, el profesor llegó a la puerta de aquel desconocido. Al verlo, rompió en llanto: era aquel egipcio un lector de todas las obras de Borges traducidas al árabe.
Se cerraba un círculo del universo de otro laberinto: dos hombres con diferente lenguaje, se encontraron. Uno conoció a un lector que le había amado desde una lengua extraña; el otro, a aquel escritor que le había regalado felicidad, desde aquella misma extrañeza que parece separar a las gentes y a las culturas. Pero ambos, un día, se habían entendido con el lenguaje de la literatura, que es un lenguaje, quizás, que borra todas las diferencias.
Literalmente sus manos se tocaron. Con la tibieza del mutuo aprecio, aquel hombre dibujaba con sus dedos los caracteres árabes sobre la palma de la mano de aquel ciego.
Por Jorge Castellón
Un día 13 de junio muere Borges en Ginebra. Ya se cumplen 25 años de su marcha… En la ciudad más cosmopolita de Suiza, ha de esperar la muerte aquel autor que fue capaz de reunir el universo de las culturas y las ideas en la brevedad de sus cuentos y ensayos; en la lúcida profundidad de su poesía.
Borges, como todos sabemos, se enorgullecía más de sus lecturas que de sus libros escritos. Y vivió incansablemente en su tarea de –no solo escribir- sino conocer, conocer los mitos y los lenguajes. Se dedicó, por ejemplo, al estudio de los orígenes de la lengua inglesa: estudió el escandinavo, viajó a Islandia y pudo llegar a conocer más que ningún otro escritor de lengua española, el antiquísimo idioma inglés. Su lápida, está escrita en esa lengua en su forma antigua.
Murió haciendo literatura. Murió, él mismo, preso de las sorpresas del laberinto del destino; murió, juntando con sus actos, las orillas de una madeja incompresible, hecha de aquellos mismos azares de los que tanto escribiera.
Ayer se supo, gracias a una conversación con María Kodama sostenida en Madrid, que Borges murió aprendiendo árabe. Al ser contratado el instructor, la identidad del estudiante no le fue revelada, y por obra de una sentencia del propio escritor -un hombre es al final su destino-, el profesor llegó a la puerta de aquel desconocido. Al verlo, rompió en llanto: era aquel egipcio un lector de todas las obras de Borges traducidas al árabe.
Se cerraba un círculo del universo de otro laberinto: dos hombres con diferente lenguaje, se encontraron. Uno conoció a un lector que le había amado desde una lengua extraña; el otro, a aquel escritor que le había regalado felicidad, desde aquella misma extrañeza que parece separar a las gentes y a las culturas. Pero ambos, un día, se habían entendido con el lenguaje de la literatura, que es un lenguaje, quizás, que borra todas las diferencias.
Literalmente sus manos se tocaron. Con la tibieza del mutuo aprecio, aquel hombre dibujaba con sus dedos los caracteres árabes sobre la palma de la mano de aquel ciego.
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