Por Muhammad Idrees Ahmad
Un gitano llamado Melquiades murió hace muchos años en Singapur y volvió para vivir con la familia del coronel Aureliano Buendía en Macondo, porque ya no podía soportar el tedio de la muerte. Es el tipo de personajes que pueblan la magnífica obra de Gabriel García Márquez Cien años de soledad. Hoy en día también parecen ocupar los páramos tribales de la frontera noroccidental de Pakistán.
El 3 de junio, cuando Ilyas Kashmiri fue eliminado por un ataque de drones de EE.UU. ya llevaba muerto más de un año. En septiembre de 2009, la CIA afirmó que mató a Kashmiri junto con otros dos altos dirigentes de los talibanes en Waziristán del Norte. Pero el atractivo de las candilejas era aparentemente irresistible incluso en la muerte, porque el 9 de octubre, Kashmiri volvió para dar una entrevista al ahora difunto Syed Saleem Shahzad de Asia Times Online.
Baitullah Mehsud, el ex comandante de Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP), también volvió muchas veces de entre los muertos. Por lo menos en 16 ocasiones, Mehsud estuvo en las miras cuando los drones de la CIA dispararon sus misiles Hellfire. Sin embargo, hasta agosto de 2009, demostró que no se podía acostumbrar a la vida después de la muerte. Mullah Sangeen también tuvo por lo menos dos resurrecciones.
La muerte ya no es, evidentemente, lo que solía ser
Puede que los que murieron en otros ataques no hayan sido Kashmiri, Sangeen o Mehsud. Por cierto, el ataque a una procesión funeraria el 23 de junio de 2009, que mató a Sangeen, apuntaba supuestamente al jefe de TTP. Mató a 83 personas que ciertamente no eran los supuestos blancos.
No se trata de eventos aislados. A finales de 2009, el periódico paquistaní Dawn calculó que de las 708 personas muertas en 44 ataques de drones ese año, solo 5 eran militantes conocidos. Antes ese año, The News, otro importante periódico en inglés de Pakistán, había calculado que entre el 14 de enero de 2006 y el 8 de abril de 2009, 60 ataques de drones mataron a 701 personas, de las cuales solo 14 eran militantes conocidos.
EE.UU. ha llegado muy lejos desde julio de 2001, cuando reprendió al gobierno israelí por su política de “asesinatos selectivos” que a su juicio eran realmente “homicidios extrajudiciales”. En septiembre de ese año, el director de la CIA George Tenet confesó que sería un “grave error” que alguien en su posición disparara un arma como el drone Predator. En 2009, el nuevo director de la CIA, Leon Panetta, declaró que los drones Predator eran “el único juego en la ciudad”. El catalizador fue el 11-S y el levantamiento de la prohibición de ejecutar asesinatos extrajudiciales fue solo unas de las numerosas políticas ilegales que autorizó.
Muchas de las criminalidades posteriores al 11-S acabaron retirándose, pero la política de asesinatos extrajudiciales no solo sobrevivió los años de Bush, sino que se intensificó. Durante sus ocho años en el poder, Bush ordenó un total de 45 ataques de drones en Pakistán; en menos de tres años, Obama ha ordenado más de 200. En su tercer día en el cargo el presidente ordenó dos ataques de drones, uno de los cuales incineró a un líder tribal pro gubernamental junto con toda su familia, incluidos tres niños. Desde entonces Obama también expandió la guerra de drones en Afganistán.
La política del número de bajas
La nueva táctica tiene muchos escépticos, y no todos son activistas contra la guerra. También se han expresado críticas dentro de la CIA y en las fuerzas armadas. Sin embargo, los drones han sido apoyados con notable calor por Obama y la intelectualidad estadounidense. Esto tiene que ver en parte con una tendencia estadounidense ver la tecnología como una panacea para todos los problemas, incluidos los militares. Pero la táctica también llega a ser aceptable por una exageración rutinaria de su precisión y la minimización de su coste humano.
Tomemos, por ejemplo, las estadísticas producidas por Long War Journal (LWJ), un sitio web mantenido por individuos asociados a la neoconservadora Fundación por la Defensa de las Democracias, un think tank que propugna la “guerra contra el terror”, fundado dos días después de los ataques del 11-S. Las estadísticas se han citado frecuentemente en los medios occidentales aunque todo lo que muestran es la ilimitada credulidad de los dueños de LWJ. Basándose solo en informes de los medios -que a su vez se basan casi exclusivamente en funcionarios anónimos paquistaníes y estadounidenses– el sitio web afirma que hasta ahora solo un 7% de las 1.954 personas muertas en Pakistán han sido civiles. Afirma –por ejemplo– que, de las 73 personas muertas en 2007, ninguna era civil, aunque no pudo nombrar a un solo individuo muerto.
Al estudio más frecuentemente citado de la Fundación Nueva América (NAF, por sus siglas en inglés), no le va mucho mejor. Utilizando un método aparentemente riguroso, el proyecto registra cada ataque de drone junto con su objetivo y su supuesto resultado. De las entre 1.542 y 2.541 personas que han matado los drones en Pakistán desde 2004, afirma que entre 1.249 y 1.960 eran militantes.
Como LWJ, la NAF también se basa en informes de los medios y comete visibles errores para favorecer las afirmaciones oficiales. Por ejemplo, sus datos muestran que de los 287 paquistaníes muertos hasta ahora en este año, 251 eran militantes. Esto, por cierto, no puede ser verdad, ya que un solo incidente, la matanza del 17 de marzo de 38 ancianos tribales favorables al gobierno en una reunión en Datta Khel, Waziristán del Norte, desacredita esos cálculos. La matanza incluso logró provocar un raro estallido de indignación del jefe militar paquistaní, el general Ashfaq Kiyani, que es un apoyo tácito a la guerra de drones.
Estas muertes civiles solo se reconocieron porque las víctimas eran personas notables con relaciones favorables con el gobierno paquistaní, de otra manera, como ha señalado Wazir Malik Gulabat Khan, el gobierno nunca investiga cuántos de los muertos son realmente militantes.
Pero más allá de su dependencia de fuentes oficiales, también hay un problema fundamental de honestidad. Tomemos dos de los más trágicos incidentes de la guerra de drones. El 13 de enero de 2006, un drone dio en la aldea de Damadola en Bajaur matando a 18 aldeanos, sobre todo mujeres y niños. Los funcionarios de EE.UU. y Pakistán, afirmaron inicialmente que cuatro “terroristas de al-Qaida” estaban entre los muertos, una información de la que se retractaron posteriormente. Sin embargo, si se visita la base de datos de NAF, se verá que menciona a todos los 18 como “militantes” – y ninguno como civil. El 30 de octubre, otro drone cayó en Chenagai, también en Bajaur, matando a 82 niños en un seminario. Pero si se visita la base de datos de NAF, se verá que menciona “hasta 80” militantes muertos, y de nuevo ningún civil. Los editores, sin embargo, señalan que han excluido esas cifras por completo de su lista de fatalidades.
Estos dos incidentes deberían bastar para destruir la credibilidad del estudio de la NAF, pero hay otros motivos por los cuales sus cifras deben examinarse con cuidado. En su informe anual sobre el programa de asesinatos de la CIA, el Centro de Control de Conflictos basado en Islamabad destaca varios de esos motivos. Aparte de la tendencia a exagerar los éxitos y minimizar los fracasos a fin de evitar una reacción pública adversa, ni el gobierno de EE.UU. ni el de Pakistán tienen un mecanismo para verificar la identidad de los muertos.
También existe preocupación por el hecho de que los drones ya no atacan solo a sospechosos importantes; bajo la autoridad expandida otorgada por Bush y continuada bajo Obama, la agencia puede atacar a todos los presuntos militantes basándose en un análisis “de modelo de vida” reccogido por cámaras de vigilancia. En las áreas tribales, donde tradicionalmente la mayoría de los hombres adultos lleva rifles y munición, esto convierte a todos en un objetivo potencial. Un año antes del asesinato de Osama bin Laden, un oficial de la CIA dijo a Jane Mayer del New Yorker, que debido a la vigilancia de los drones, “ningún hombre alto con barba está seguro en cualquier sitio del sudoeste de Asia”.
Pero la inteligencia humana no es menos defectuosa, ya que en Pakistán, como en Afganistán, con frecuencia los informadores ajustan sus cuentas con las tribus rivales, denunciándolas como “talibanes”.
Nada de esto, sin embargo, ha disuadido a Peter Bergen del proyecto NAF de publicar afirmaciones optimistas sobre el supuesto éxito de la estrategia. Ahora afirma que solo un 6% de los muertos eran civiles, aunque solo puede nombrar 35 objetivos de alto valor entre los más de 2.000 muertos.
Evidentemente es posible que entre los muertos haya habido seguidores anónimos, pero solo se puede concluir algo semejante con una fe extraordinaria en los funcionarios anónimos de la CIA y paquistaníes. Sin embargo, un análisis fuera de lo común de nueve ataques, de la Campaña por Víctimas Inocentes en Conflictos (CIVIC), descubrió 30 muertes de civiles, incluidas 14 mujeres y niños, de los que no se habló en los medios. Testimonios de sobrevivientes reunidos por Voces por No Violencia Creativa (VCNC) pintan un cuadro aún más sombrío.
Mis propias conversaciones en el área de Peshawar con residentes de las FATA (Agencias Tribales Administradas Federalmente) y hombres de la Policía Fronteriza (FC, por sus siglas en inglés) revelaron que los drones tienen a veces éxito en alcanzar sus objetivos, pero que el coste humano es siempre considerable. No se ha hablado de los costes psicológicos de la guerra.
Debido al secreto que rodea al programa, no hay modo de confirmar si existen algunas salvaguardias para evitar víctimas civiles; o, si existen, en qué medida se están implementando. En consecuencia, no hay supervisión, rendición de cuentas o compensación. La guerra de drones en Pakistán es, al respecto, muy diferente de la guerra de drones en Afganistán. Esta última está bajo el comando de los militares y por ello está sometida a las limitaciones mínimas de las reglas militares de enfrentamiento. La CIA, sin embargo, no tiene ninguna, de manera que no rinde cuentas a nadie.
La posibilidad de supervisión es aún menor por el hecho de que la CIA emplea a contratistas privados (es decir “mercenarios”) que operan en un terreno legal aún más tenebroso. Sin controles democráticos o barreras institucionales, los drones operan, en efecto, en medio de la oscuridad más absoluta. Se puso en evidencia el año pasado cuando la CIA se salió de sus casillas y se lanzó a una ola asesina después de que una de sus bases en Khost fue volada por un militante jordano.
La política de experticia
La propaganda a favor de la guerra no logra siempre mantener su barniz de sofisticación. En mayo pasado, durante un intercambio de palabras en MSNBC entre el coronel Tony Shaffer, veterano de la Agencia de Inteligencia de la Defensa que propugnaba “el despliegue de soldados sobre el terreno”, y Christine Fair, una excéntrica académica estadounidense, muy apreciada en círculos de seguridad nacional por sus puntos de vista ultrabelicistas, dicho barniz desapareció por completo. Cuando Shaffer sugirió que las víctimas civiles resultantes de los ataques con drones aumentaban la opinión contraria a EE.UU. en Pakistán, Fair “se ofendió en extremo” y replicó categóricamente que “los drones no matan a civiles inocentes”. Descartó los informes en la prensa paquistaní como “profundamente desconfiables y dudosos” y afirmó que “una serie de estudios en el terreno en las FATA” han demostrado que los residentes “generalmente aprecian los ataques de drones”.
En los hechos, el único estudio de entonces “en el terreno en las FATA” fue realizado por una organización existente solo en el papel llamada Aryana Institute for Regional Research and Advocacy, cuyas conclusiones se puede describir correctamente como profundamente desconfiables y dudosas. Afirmaba que un 55% de los encuestados en un estudio que realizó en “partes de las FATA frecuentemente atacadas por drones estadounidenses” (entre las cuales incluyó curiosamente Parachinar, que nunca se ha atacado y cuya población de abrumadora mayoría chií es profundamente hostil a los virulentos antichiíes talibanes) no pensaban que los ataques causaran “miedo y terror en la gente común”; un 52% los consideraba “precisos en sus ataques”; y un 58% no crería que aumentaran el sentimiento contra EE.UU.
El estudio se reprodujo mucho en los medios, citado entre otros por el New York Times y Los Angeles Times. Sus conclusiones fueron consideradas particularmente positivas por los propugnadores de la escalada de los ataques con drones y la etiqueta de un “instituto” les confirió un linaje ostensiblemente académico. Pocos se preguntaron por qué las afirmaciones del estudio discrepaban tanto de la opinión pública conocida en la región en general, donde, según un sondeo Gallup/Al Jazeera realizado aproximadamente en el mismo período, solo un 9% de la gente mostró apoyo a los ataques de drones. Los que se sorprendieron, como los periodistas con los que hablé en Peshawar, mostraron todos su rechazo. Pero el Instituto había servido su propósito y, típicamente para muchas organizaciones del mismo tipo, desapareció al cabo de un año (El Archivo de la Web muestra que el sitio solo existió entre 2008 y 2009).
Irónicamente, las afirmaciones de Aryana fueron desacreditadas solo un año después por un estudio de las FATA hecho por una institución no menos entusiasta respecto a los drones. Un sondeo realizado por la NAF y Terror Free Tomorrow estableció que un 76% de los encuestados se opone a los ataques con drones; un 40% considera que EE.UU. es el mayor responsable de la violencia en la región (en comparación con un 7% para al-Qaida y un 11% para TTP); un 59% consideró que los ataques suicidas contra fuerzas de EE.UU. estaban justificados; un 48% creía que los drones mataban sobre todo a civiles (solo un 16% pensaba otra cosa); y un 77% dijo que su opinión de EE.UU. mejoraría si retirara sus fuerzas (un 72% si mediaba por la paz en Medio Oriente).
Realismo mágico en la política
En un contexto en el cual la vida está tan devaluada que un general pudo decir sin reproches que no “cuenta las bajas”, cualquier intento de atravesar el impenetrable muro de ofuscación y negación sería bienvenido. Y por cierto, si la NAF solo hablara de contar los ataques de drones y de hacer una lista de las afirmaciones oficiales, publicando al mismo tiempo un fuerte descargo de responsabilidades por la imposibilidad de verificarlas, ya sería ciertamente un paso meritorio. Pero no lo hace. Ha estado utilizando sus estadísticas falibles para hacer atrevidas afirmaciones sobre el éxito de la estrategia y endosa efectivamente las afirmaciones oficiales acerca de quién es culpable de los muertos. La NAF no ha hecho ningún esfuerzo por sugerir que sus cifras de bajas civiles podrían ser muy incompletas. Sin embargo, gracias a la certeza que parece introducir al debate, es de rigor que los comentaristas citen las cifras de la NAF en sus discusiones sobre la guerra de Obama.
En este sentido, el estudio de la NAF tiene un precedente. Un ejercicio similar en el que se utilizó más o menos la misma metodología también produjo estadísticas sobre víctimas civiles en Iraq, y terminó por convertirse en uno de los informes citados con mayor frecuencia. Como la NAF, el proyecto Iraq Body Count (IBC) compiló inicialmente sus datos usando solo informes de los medios (posteriormente afirmó haber agregado registros de morgues y hospitales), produciendo una cifra predeciblemente baja. Aunque en Iraq los medios estuvieron menos limitados que en las FATA, el estudio se basó en la suposición de que los periodistas en Iraq estaban registrando cada fatalidad causada por la invasión. Por cierto, ningún periodista se había comprometido a hacerlo y –con la excepción de algunos periodistas independientes– la mayoría competía por historias de significación política.
Pero como la NAF, BIC no se limitó al simple registro de datos; tampoco admitió la limitación inherente de los métodos que convirtieron sus estadísticas en un evidente conteo impreciso. En su lugar libró una permanente campaña contra los dos estudios científicos de mortalidad, altamente respetados, realizados por la Escuela Bloomberg de Salud Pública en la Universidad Johns Hopkins, ofreciendo su “opinión experta” a cualquier escribidor del establishment ansioso de poner en duda los resultados de dichos estudios.
El valor de proyectos como Aryana, la NAF e IBC es que suministran una cifra útil para propugnadores de una estrategia que de otra manera sería inaceptable si se conociera el verdadero coste humano. Cuando se fijan los límites superiores e inferiores de una estadística en disputa, la cifra que acaba prevaleciendo es una función de poder político. Para producir una cifra artificialmente baja sin las advertencias necesarias en una situación en la cual el éxito aparente, la continuación y la extensión potencial de una estrategia, dependen de su bajo coste, seguramente no puede ser un acto inocente.
Una vez que las bajas cifras reciben aprobación oficial, su cita se convierte en una manera de que los periodistas muestren su fiabilidad. Esto obliga a otros que podrían hacerlo mejor a adoptar las cifras bajas, para que su seriedad como comentaristas no se cuestione. Con el paso del tiempo, sin embargo, a medida que las cifras bajas se convierten en sabiduría convencional, las víctimas sufren una doble muerte, borradas de la memoria como lo fueron de la vida.
García Márquez dijo una vez que debe su estilo, que combina escenarios fantásticos con un detalle esmerado, tanto a Kafka como a su abuela, que contaba historias fantásticas con cara de palo. El mismo estilo también aparece en el mundo de los think tanks actuales –un rigor de método aparente que oculta una fantástica realidad subyacente-. Por lo tanto el mundo imaginario de los medios noticiosos nos exige que suspendamos nuestra incredulidad y aceptemos a esos operadores no por lo que son, sino en los roles que les han sido asignados. Es un motivo por el cual la mayoría de los grupos de presión han establecido sus propios think tanks, a fin de poder utilizar su barniz pseudo-académico para suministrar credenciales a los lobistas en los medios. Quizá este espectáculo pueda continuar por un tiempo, ¿pero no es hora de que busquemos la salida?
Muhammad Idrees Ahmad es sociólogo, basado en Glasgow, nacido en Chitral y criado en Abbottabad y Peshawar. Es coeditor de Pulsemedia.org. Para contactos: idrees@pulsemedia.org.
No hay comentarios:
Publicar un comentario