Por Néstor Núñez
En su Apóstrofe a los insurrectos, dado a conocer en 1782, el filósofo francés Denis Diderot escribía a los revolucionarios norteamericanos recién liberados del coloniaje británico: “Ojalá puedan ellos tener presente que la virtud lleva a menudo en su seno las semillas de la tiranía. Ojalá tengan en cuenta que no son el oro o la multitud de armas los que sostienen a un Estado, sino su conducta.”
Y si bien el pueblo estadounidense, como cualquier otro, posee valores importantes e indiscutibles, lo cierto es que sus sectores más conservadores y agresivos prestaron oídos sordos a estos postulados del citado pensador galo.
Porque a nombre de la forma peculiar de asumir la democracia, de la controvertida defensa de los derechos humanos, y del apego ciego al modelo económico excluyente y elitista, Washington se ha convertido en gendarme y represor global, como han denunciado reiteradamente en nuestra época numerosos gobiernos y personalidades, entre ellos, y con especial y sostenido énfasis, Cuba y sus dirigentes más preclaros
De manera que si el papel clave del imperio se concentra en anular y eliminar todo obstáculo a sus intereses con el uso de cualquier método, por brutal que sea, lo cierto también es que, como apuntaba un colega, “muchas cosas pueden ser reprimidas, distorsionadas, acalladas y aplastadas en el ser humano, con el uso o no de la fuerza, pero nada es capaz de opacar su libertad propia de pensar, su prerrogativa de discernir, y su voluntad -muy suya- de creer o dejar de hacerlo.”
Ha resultado esa peculiaridad de la raza humana la que, contra todos los muros totalitarios y absolutistas establecidos por el imperio, ha logrado finalmente abrir brechas, ganar terreno e ir modificando los panoramas nacionales y regionales a contrapelo de la voluntad de los poderosos.
Sucedió en Cuba, que con el acatamiento de su realidad concreta, llevó adelante la revolución armada triunfante en enero de 1959, rompió el mito de la invencibilidad de los ejércitos oligárquicos, y puso en jaque la melopea sobre el fatalismo geográfico de la mayor de las Antillas y del resto de América Latina como “traspatios naturales” de la primera potencia capitalista
Eso, precisaba el reciente artículo aparecido en nuestra prensa digital, es también lo que viene ocurriendo “con el cada vez más intenso cuestionamiento que personas de todas las naciones y condiciones sociales vienen haciendo del orden capitalista mundial, dejando atrás de una vez los embelesos de perpetuidad y fin de la historia que, con especial énfasis, fueron proclamados a los cuatro vientos por los ideólogos imperiales a partir de la década de 1990, en que una pretendida experiencia socialista cayó en desgracia en Europa del Este y la extinta Unión Soviética.”
Porque el inexorable paso de los días, los meses y los años, no perdona, y ha demostrado que el pretendido capitalismo omnipotente, triunfador, inamovible, y capaz de asumirlo todo bajo su manto, no tiene la más mínima capacidad de dar respuestas definitivas y definitorias a las urgencias humanas.
Por el contrario, su despilfarro, inconciencia, prepotencia, y desprecio por los demás, lo convierte en el más tremendo de los enemigos de la especie y de la vida en este limitado hogar de todos.
Quienes desoyeron a Diderot hace casi tres siglos y prefirieron venderle desde entonces el alma al oro y las armas, tendrán que vérselas con este mundo donde más allá de golpizas, torturas, vejaciones, violaciones de sus derechos, agresiones militares, o tormentas mediáticas, la gente sigue aferrada a sus ideas de bienestar y justicia, y las lleva adelante de manera creciente y pese a todos los muros y contratiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario