viernes, 6 de agosto de 2010
Miedo a las revoluciones
Por Eliades Acosta Matos
Un reciente artículo en la revista electrónica conservadora “The American Spectator”, correspondiente al verano del 2010, vuelve sobre el sempiterno miedo de la burguesía ante las revoluciones. Angelo G. Codevilla, su autor, se encarga de bucear en el alma atribulada de una clase tránsfuga, que debutó ante la Historia como revolucionaria, y que se ha convertido en un freno conservador que limita el propio desarrollo de la Humanidad.
Si un día lográsemos llevar a la burguesía al diván de un psicoanalista nos espantaríamos por lo atribulado de su alma, sus indefiniciones y vacilaciones, y por su absoluta desorientación en cuanto a identidad. No es para menos: una clase que encarnó en un cierto momento histórico las ansias de libertad, igualdad y fraternidad entre los hombres, ha abjurado flagrantemente de sus ideales primigenias, por el amor enloquecido y febril a las ganancias, y se ha constituido en la clase social más denodadamente retardataria de la Historia. Hoy no queda nada de aquellos sueños liberales, más que la versión degenerada del neoliberalismo, esa estafa monumental de nuestro tiempo que hace mucho fue enterrada por los pueblos como su mortal enemiga.
Es interesante el razonamiento de Codevilla: desde el mes de septiembre del 2008, cuando tanto el presidente Bush, como los candidatos McCain y Obama coincidieron en que para salvar al país de la bancarrota total no había otro medio que erogar miles de millones de dólares del dinero de los contribuyentes, sin antes consultarlos, para bombear oxígeno a los mismos grandes bancos y especuladores de Wall Street causantes de la crisis, regresó al argot de la política norteamericana el término ” la clase dominante”, o sea, ese grupo de poder, alejado del control de las instituciones y de la nación, por encima de la propia Constitución, que manda, sin reparar en los matices tenues que separan a republicanos de demócratas.
Y es interesante ese razonamiento de Codevilla porque nos devuelve, en una revista conservadora, el enfoque de que la clase burguesa, por encima de los disfraces aparentes con que disimula su dominio, siempre se unirá en un solo partido, el de la burguesía, cuando vea sus intereses estratégicos amenazados. Y eso, precisamente es lo que ha ocurrido en medio de la crisis reciente.
“Nunca antes hubo menos diversidad entre la clase dominantes de los Estados Unidos, como en nuestros días”-afirma Codevilla-Hoy, esa misma clase, desde Boston a San Diego, está formada por el mismo sistema educacional, y está expuesta a las mismas ideas, todo lo cual la hace muy uniforme en su actuación, y también en sus gustos y hábitos”. Se trata de un grupo social que “ya no reza al mismo Dios” que rezaban norteños y sureños enfrentados en la Guerra de Secesión, al decir de Lincoln, en tanto Creador Supremo y sustancia de todas las cosas, sino que se considera a si misma “salvadora del planeta y motor impulsor del desarrollo de la Humanidad”.
Según el autor, citando a Edward Goldberg, hoy domina los Estados Unidos una especie de “nueva aristocracia”, la verdadera beneficiaria de la globalización, formada por “los empresarios multinacionales, los tecnólogos y los aspirantes a la meritocracia gubernamental”. De hecho, se afirma, su crecimiento no hubiese sido posible sin el crecimiento desmesurado que ha experimentado al aparato estatal. En resumen, lo que caracteriza a esta nueva clase dominante es que su fortuna y poder depende del gobierno
La pertenencia a esta “nueva aristocracia” no depende meramente del cargo gubernamental que se ostente, ni siquiera del dinero que se posea, sino de “relacionarse con la gente adecuada, emitir las señales requeridas de que uno está del lado correcto, y unirse en el desprecio al Otro”. Este exclusivismo se concreta en lo que Codevilla considera la Primera Regla de esta nueva clase social: “Nosotros somos los mejores y más brillantes, mientras el resto de los norteamericanos son retrógrados, racistas y disfuncionales…”
El único punto que figura en la agenda de esta aristocracia de nuevo tipo es el poder en si mismo. Codevilla señala que una de las formas más socorridas para mantener ese poder es hacer económicamente dependientes a los ciudadanos norteamericanos. Por otro lado, una de las herramientas más eficaces para mantener su dominio ha sido la de “fragmentar y desesperanzar al pueblo norteamericano”. “Esta constante subestimación de la sustancia intelectual, moral y espiritual que conforma al pueblo norteamericano está el centro de lo que significa esta nueva clase dirigente. De ahí se deriva su creencia de que puede tomar decisiones por los demás, sin necesidad de consultar”.
En cuanto a su proyección internacional, según Codevilla, esta nueva clase de “los mejores y más brillantes se cree en el derecho de dirigir la vida no solo de sus conciudadanos, sino del resto del mundo”.
Pero donde Codevilla vislumbra serios obstáculos y crecientes problemas es en la relación entre estos “elegidos”, y el resto de la nación, porque mientras los primeros dan muestra de una creciente sed de ser diferentes y ostentar su poder, los segundos evidencian un creciente sentimiento de desafío e irrespeto a sus dirigentes, en tanto los considera “corruptos, ineptos e ineficientes”. En conclusión, “el choque es inevitable e impredecible”. Codevilla concluye que el futuro nos depara un choque entre lo que denomina “la clase dominante”(o sea, los políticos tradicionales” y el “Partido de la Nación”, el cual deberá, por fuerza, surgir de las ruinas del ya decrépito bipartidismo.
La profecía final de Codevilla es, sin dudas, interesante: “la clase dominante tendrá que enfrentar el hecho de los Estados Unidos si pueden ser afectados por una revolución , y “el Partido de la Nación” deberá acometer tal revolución, sin imposiciones”
Un galimatías digno de Grau San Martín. Puede que se entienda a medias. Pero si preguntamos al hipotético psicoanalista que examinó la mente de la nación más poderosa de la Tierra sobre su significado, la respuesta más segura es que ese paciente se muere de miedo a las revoluciones, por considerarlas en la actual coyuntura, inevitables.
Solo restaría agregar que el paciente tiene toda la razón: lo son. Y es más ya se les vislumbra y no necesariamente de las formas tradicionales.
Si lo que Codevilla llama, justamente, “clase dominante” en los Estados Unidos tiembla de miedo, tiene toda la razón del mundo para ello. “Quien siembra vientos, dice un viejo refrán, recoge tempestades”.
Un reciente artículo en la revista electrónica conservadora “The American Spectator”, correspondiente al verano del 2010, vuelve sobre el sempiterno miedo de la burguesía ante las revoluciones. Angelo G. Codevilla, su autor, se encarga de bucear en el alma atribulada de una clase tránsfuga, que debutó ante la Historia como revolucionaria, y que se ha convertido en un freno conservador que limita el propio desarrollo de la Humanidad.
Si un día lográsemos llevar a la burguesía al diván de un psicoanalista nos espantaríamos por lo atribulado de su alma, sus indefiniciones y vacilaciones, y por su absoluta desorientación en cuanto a identidad. No es para menos: una clase que encarnó en un cierto momento histórico las ansias de libertad, igualdad y fraternidad entre los hombres, ha abjurado flagrantemente de sus ideales primigenias, por el amor enloquecido y febril a las ganancias, y se ha constituido en la clase social más denodadamente retardataria de la Historia. Hoy no queda nada de aquellos sueños liberales, más que la versión degenerada del neoliberalismo, esa estafa monumental de nuestro tiempo que hace mucho fue enterrada por los pueblos como su mortal enemiga.
Es interesante el razonamiento de Codevilla: desde el mes de septiembre del 2008, cuando tanto el presidente Bush, como los candidatos McCain y Obama coincidieron en que para salvar al país de la bancarrota total no había otro medio que erogar miles de millones de dólares del dinero de los contribuyentes, sin antes consultarlos, para bombear oxígeno a los mismos grandes bancos y especuladores de Wall Street causantes de la crisis, regresó al argot de la política norteamericana el término ” la clase dominante”, o sea, ese grupo de poder, alejado del control de las instituciones y de la nación, por encima de la propia Constitución, que manda, sin reparar en los matices tenues que separan a republicanos de demócratas.
Y es interesante ese razonamiento de Codevilla porque nos devuelve, en una revista conservadora, el enfoque de que la clase burguesa, por encima de los disfraces aparentes con que disimula su dominio, siempre se unirá en un solo partido, el de la burguesía, cuando vea sus intereses estratégicos amenazados. Y eso, precisamente es lo que ha ocurrido en medio de la crisis reciente.
“Nunca antes hubo menos diversidad entre la clase dominantes de los Estados Unidos, como en nuestros días”-afirma Codevilla-Hoy, esa misma clase, desde Boston a San Diego, está formada por el mismo sistema educacional, y está expuesta a las mismas ideas, todo lo cual la hace muy uniforme en su actuación, y también en sus gustos y hábitos”. Se trata de un grupo social que “ya no reza al mismo Dios” que rezaban norteños y sureños enfrentados en la Guerra de Secesión, al decir de Lincoln, en tanto Creador Supremo y sustancia de todas las cosas, sino que se considera a si misma “salvadora del planeta y motor impulsor del desarrollo de la Humanidad”.
Según el autor, citando a Edward Goldberg, hoy domina los Estados Unidos una especie de “nueva aristocracia”, la verdadera beneficiaria de la globalización, formada por “los empresarios multinacionales, los tecnólogos y los aspirantes a la meritocracia gubernamental”. De hecho, se afirma, su crecimiento no hubiese sido posible sin el crecimiento desmesurado que ha experimentado al aparato estatal. En resumen, lo que caracteriza a esta nueva clase dominante es que su fortuna y poder depende del gobierno
La pertenencia a esta “nueva aristocracia” no depende meramente del cargo gubernamental que se ostente, ni siquiera del dinero que se posea, sino de “relacionarse con la gente adecuada, emitir las señales requeridas de que uno está del lado correcto, y unirse en el desprecio al Otro”. Este exclusivismo se concreta en lo que Codevilla considera la Primera Regla de esta nueva clase social: “Nosotros somos los mejores y más brillantes, mientras el resto de los norteamericanos son retrógrados, racistas y disfuncionales…”
El único punto que figura en la agenda de esta aristocracia de nuevo tipo es el poder en si mismo. Codevilla señala que una de las formas más socorridas para mantener ese poder es hacer económicamente dependientes a los ciudadanos norteamericanos. Por otro lado, una de las herramientas más eficaces para mantener su dominio ha sido la de “fragmentar y desesperanzar al pueblo norteamericano”. “Esta constante subestimación de la sustancia intelectual, moral y espiritual que conforma al pueblo norteamericano está el centro de lo que significa esta nueva clase dirigente. De ahí se deriva su creencia de que puede tomar decisiones por los demás, sin necesidad de consultar”.
En cuanto a su proyección internacional, según Codevilla, esta nueva clase de “los mejores y más brillantes se cree en el derecho de dirigir la vida no solo de sus conciudadanos, sino del resto del mundo”.
Pero donde Codevilla vislumbra serios obstáculos y crecientes problemas es en la relación entre estos “elegidos”, y el resto de la nación, porque mientras los primeros dan muestra de una creciente sed de ser diferentes y ostentar su poder, los segundos evidencian un creciente sentimiento de desafío e irrespeto a sus dirigentes, en tanto los considera “corruptos, ineptos e ineficientes”. En conclusión, “el choque es inevitable e impredecible”. Codevilla concluye que el futuro nos depara un choque entre lo que denomina “la clase dominante”(o sea, los políticos tradicionales” y el “Partido de la Nación”, el cual deberá, por fuerza, surgir de las ruinas del ya decrépito bipartidismo.
La profecía final de Codevilla es, sin dudas, interesante: “la clase dominante tendrá que enfrentar el hecho de los Estados Unidos si pueden ser afectados por una revolución , y “el Partido de la Nación” deberá acometer tal revolución, sin imposiciones”
Un galimatías digno de Grau San Martín. Puede que se entienda a medias. Pero si preguntamos al hipotético psicoanalista que examinó la mente de la nación más poderosa de la Tierra sobre su significado, la respuesta más segura es que ese paciente se muere de miedo a las revoluciones, por considerarlas en la actual coyuntura, inevitables.
Solo restaría agregar que el paciente tiene toda la razón: lo son. Y es más ya se les vislumbra y no necesariamente de las formas tradicionales.
Si lo que Codevilla llama, justamente, “clase dominante” en los Estados Unidos tiembla de miedo, tiene toda la razón del mundo para ello. “Quien siembra vientos, dice un viejo refrán, recoge tempestades”.
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