Por Azahara Palomeque
«Rachel Carson logró identificar los primeros pasos de una carrera dirigida a la autodestrucción que debería abrirnos los ojos hacia el futuro que viene, o bien hacia el pasado que lo predijo en sus páginas», escribe Azahara Palomeque.
Una lluvia de pájaros muertos cae sobre Detroit, a la que se suma un sinfín de cadáveres de ardillas, mapaches, conejos o peces de las aguas cercanas. Las mascotas de cada casa comienzan a enfermarse y también lo hacen sus inquilinos, quienes presentan síntomas como fiebre y náuseas que los obligan a acudir a los hospitales. Muchas de las criaturas que sobreviven se quedan estériles.
Esta es una de las escenas más duras del libro Silent Spring (Primavera silenciosa), escrito por la zoóloga y bióloga marina Rachel Carson y publicado en Estados Unidos en 1962. Unos años antes, la intención de acabar con una plaga de escarabajos condujo a las autoridades a rociar con pesticidas las cercanías de la ciudad de Michigan, sustancias que se precipitaron desde aviones que sobrevolaron la zona sin avisar a sus habitantes.
“La obligación de aguantar nos da el derecho a saber”, afirmó Carson en unas páginas que, escritas para el gran público pero debidamente documentadas tras cuatro años de investigación, informan sobre los efectos deletéreos que el uso indiscriminado del DDT y otros químicos estaban generando en la fauna, flora y población de todo el país. El volumen causó tanta devoción como espanto, se convirtió en bestseller; en poco tiempo, se granjearía el calificativo de biblia de los estudios medioambientales.
Carson fue una de esas mujeres que, por artimañas de azar y un talento que bebe de su amor a la naturaleza, alcanzaría repercusión mundial aunque no le correspondiese por nacimiento. Nacida en un pueblo de Pensilvania en el seno de una familia humilde, contempló muy pronto cómo la industrialización acabaría con su entorno. A diferencia de su hermana, quien trabajaba en una central de carbón, la autora de Silent Spring pudo cursar estudios universitarios becada y emplearse en el Servicio de Pesca y Vida Silvestre, una agencia gubernamental.
Antes de publicar el libro por el que hoy se la recuerda, el último debido al cáncer que acabaría con su vida, logró convertirse en una autora conocida por tres ensayos donde, con un lirismo muy fino, describía las maravillas del mar. En su última obra, sin embargo, los trazos poéticos se hallan en equilibrio con una abundante bibliografía científica que alertaba de los peligros del uso de pesticidas, a los que inteligentemente llamó “biocidas”, pues su poder destructivo no discrimina entre especies.
Los problemas que explica meticulosamente divididos en capítulos –las consecuencias de contaminar las aguas, tanto superficiales como subterráneas; el daño en las primeras capas de la tierra, donde conviven insectos necesarios para regenerarla y orearla; o la incidencia de cáncer en humanos– se articulan en torno a un concepto de la naturaleza en perpetua interrelación con el hombre, cuando no en plena simbiosis.
De forma pionera, la autora cuestiona así la visión antropocéntrica que considera a la humanidad como un ente aislado de su hábitat y, al mismo tiempo, autorizado a arrasarlo para extraer sus recursos. La dicotomía cultura vs. naturaleza se tambalea, somos todos seres permeables y cada gota de pesticida viaja invisible en la cadena trófica, provocando desastres inimaginables. El progreso tecnológico, arma de futuro en mitad de la Guerra Fría, muestra su cara más oscura a partir de una industria química que, desarrollada en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, se manifestaría igualmente en la emergencia nuclear de entonces y en los métodos empleados para fumigar.
Mucho le debemos a Carson, tanto por los avances medioambientales que se consiguieron a raíz de la publicación del libro, como por las advertencias que, a pesar de sus enseñanzas, siguen vigentes hoy en día. Gracias a ella, Estados Unidos prohibió el DDT en los años 70, se creó la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, en sus siglas en inglés) y se aprobaron normativas para la purificación del agua y la reducción de la contaminación.
Sin embargo, una oleada de críticas corrosivas intentó por todos los medios mitigar el impacto del bestseller: desde insultos dirigidos a su condición de mujer soltera, hasta acusaciones de “comunista” en pleno macartismo, pasando por un desprestigio construido sobre el argumento de que no poseía un doctorado. Sus enemigos no cesaron de atacarla y Silent Spring sigue, actualmente, engendrando detractores.
Por otra parte, en un mundo regido por el crecimiento económico a toda costa, su estudio fue considerado un intento de “volver a las cavernas”, un mantra despectivo y erróneo que se sigue repitiendo para referirse a los movimientos ecologistas, a pesar de la crisis climática actual. Carson, además, no se contentaba con un análisis exhaustivo de las consecuencias de los biocidas, sino que indagaba en el corazón mismo de la modernidad desde razonamientos morales: “La pregunta es si puede una civilización librar una guerra implacable contra la vida sin destruirse a sí misma, y sin perder el derecho a llamarse civilizada”.
La respuesta, encontrándonos ahora en mitad de lo que la comunidad científica llama “sexta extinción”, tras la desaparición de cientos de especies a un ritmo inaudito y la amenaza de otras tantas, parece ser negativa. Incluso la supervivencia de la humanidad está en cuestión dependiendo de cómo se gestionen la producción y uso de sustancias tóxicas, las emisiones de gases de efecto invernadero y, en general, el cambio climático. Carson logró identificar los primeros pasos de una carrera dirigida a la autodestrucción que debería abrirnos los ojos hacia el futuro que viene, o bien hacia el pasado que lo predijo en sus páginas.
Primavera silenciosa, de Rachel Carson, ha sido publicado en español por varias editoriales. Para la redacción de este artículo se ha utilizado el original en inglés. Las traducciones de las citas son propias.
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