Fuente: Argenpress
En términos culturales y políticos el siglo XVIII fue inequívocamente francés, el XIX alemán y el XX norteamericano. A diferencia del relumbrón franco-alemán basado en realizaciones culturales, elaboraciones doctrinarias, descubrimientos científicos y mutaciones políticas, el destape norteamericano fue materialista. Se trató sobre todo del dinero y del poder, de la luz eléctrica, el automóvil, el avión, la comida abundante, rápida y barata, los rascacielos, los portaviones, las bombas atómicas y el viaje a la luna. Estados Unidos fascinó al mundo por sus cosas y sus cosas fueron el excipiente ideológico para la propagación de sus ideas, su cultura y su estilo de vida.
Europa se comienza a conocer porque se escucha y se lee sobre Grecia y Roma, Troya, Homero y Virgilio y se sabe de Paris y del Sena, del Big Ben, el Coliseo y el Partenón. Cualquier burguesito latinoamericano ilustrado conoce de qué se trata la “Scala de Milán”, escuchó hablar de Beethoven, Verdi y escucha a Pavarotti.
América es diferente porque se trata de otra dimensión de la realidad y del saber humano. Antes que Washington, Jefferson, los artículos de El Federalista, la Declaración de Independencia, el Metropolitan Opera House, las colecciones Guggenheim, la arquitectura de Frank Lloyd Wright o el Museo de Arte Moderno; Estados Unidos es General Motor y Standard Oil, CocaCola, Hot Dog, Malboro y Empire State. A Europa se le admira, mientras que a Estados Unidos se le disfruta y sobre todo se le consume. El único lugar del mundo donde ser pobre es ser un perdedor apasiona a los nuevos ricos.
A diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, por ejemplo en Europa, Japón, Australia, la India o China donde la admiración a Estados Unidos no supone abyección, en América Latina la devoción por lo norteamericano, sobre todo entre la oligarquía provinciana, terrateniente y clerical y en la burguesía amancebada con el capital extranjero, asume actitudes de sometimiento que conllevan comportamientos políticos deleznables. Lo que podía ser el aprecio objetivo por realizaciones dignas de los mayores elogios, deviene paradigma de sometimiento. Meneen lo definió a lo hembra llamándolo: “Relación carnal”.
A los nuevos ricos latinoamericanos de hoy, que no saben qué ocurrió en Filadelfia, qué pasó con el té en Boston y creen que los peregrinos del Mayflower es un serial de televisión, no les importan los teatros de Broadway, pero ser privados de conocer Disney World es la mas grande humillación. Todo burgués que se respete al sur del río Bravo, ha de haber visto jugar a los New York Yankees en su patio. Poder vivir en Estados Unidos es más importante que ser presidente de Honduras. En definitiva, la política pasa y los Estados Unidos quedan.
Muchos ignoran que las visas de privilegio, otorgadas a los políticos latinoamericanos y de otros países son de reentradas ilimitadas, se conceden por diez años o más, se renuevan automáticamente, permiten radicarse en Estados Unidos durante mucho tiempo, se habilitan para que los titulares que no pueden obtener permisos de trabajo (cosa que no les interesa) puedan realizar negocios y, eventualmente son una antesala para obtener la “Residencia” y, en el caso de aquellos que hayan prestado servicios excepcionales a los Estados Unidos, pudieran ser el acceso a la ciudadanía.
Por el contrario, ser sancionado con la inhabilitación del visado diplomático para los generales, políticos y magistrados es como ser expulsado de la élite bendecida y pasar a formar parte de una “lista negra” de la cual, una vez que se ha entrado, es difícil salir. Lo peor es que la sanción se extiende a la parentela.
Para los oligarcas hondureños y para los militares que no pueden acceder West Point pero aspiran a la Escuela de las Américas, elegir entre poder viajar por placer a Estados Unidos o salir de Micheletti no es una escogencia excesivamente problemática.
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