jueves, 6 de julio de 2017
Primavera negra
Por Ignacio Navarro
Cuando en 2009 Barack Obama obtuvo la presidencia de los Estados Unidos, el sueño de poner fin a la segregación y la discriminación racial parecía estar al alcance de la mano. Los años siguientes plantearían un panorama muy diferente, con un aumento de la violencia y el racismo. Nuevo activismo negro plantea el contexto en el que surgieron los actuales grupos militantes que copan las redes, las calles y la escena pública para denunciar el abuso penal y policial contra los afroamericanos.
Para los afroamericanos, la elección de Barack Obama en 2009 coronó un largo camino de conquistas: hasta 1965 no podían votar, y casi 45 años después veían como un par de color llegaba a la Casa Blanca. Para la generación que llegó a vivir en carne propia la segregación racial, antes de la victoria del Movimiento por los Derechos Civiles, fue un hecho extraordinario. La llegada de Obama tenía sabor reivindicativo y auspiciaba el advenimiento del anhelado sueño de una democracia posracial e igualitaria. Pero era un espejismo. Durante sus mandatos, sobre todo entre 2012 y 2014, la violencia policial y judicial sobre la comunidad negra no cesó, por momentos incluso se agravó.
Los casos de gatillo fácil racial aumentaron y el encarcelamiento en masa de latinos y negros siguió su vertiginosa marcha en ascenso. En 2012, en Florida, un adolescente negro llamado Trayvon Martin fue asesinado por George Zimmerman, un civil blanco, coordinador de una patrulla de vigilancia vecinal, que fue detenido recién 45 días después bajo la presión de las organizaciones que lograron visibilizar el crimen y clamaban por su captura. La curva de indignación alcanzó su punto álgido quince meses después, cuando un fallo judicial absolvió a Zimmerman. El caso tuvo tal resonancia que, después de mucho tiempo, a fuerza de marchas y movilizaciones, volvió a ponerse en discusión la condición de la población negra en Estados Unidos. Como en 1955, cuando la madre de Emmett Till exigió que el funeral de su hijo se realizará con el féretro abierto para que todos pudieran comprobar cómo el salvajismo racista había desfigurado la cara de su hijo antes de ser asesinado por piropear a una blanca, y, unos meses después, cuando Rosa Parks era arrestada por negarse a ceder su asiento a un blanco, el caso de Trayvon Martin también logró sumar voluntades y unificar una demanda que hasta entonces se encontraba dispersa pero latente. Allí nació el movimiento Black Lives Matters. Primero como hashtag, después como organización política de base que coordinó acciones en todo el país para denunciar la violencia racista de las fuerzas policiales.
En julio de 2014, con pocos días de diferencia, siguieron los casos de Eric Garner, en Nueva York, y Mike Brown, en Ferguson, Misuri. También jóvenes y negros que, también desarmados, fueron asesinados por policías blancos. La impunidad en torno a los crímenes –en los tres casos los atacantes invocaron la legítima defensa y fueron absueltos– fue el elemento que logró unificar un movimiento que creció con igual fuerza en las calles y en las redes sociales. Las históricas y tradicionales organizaciones negras, más inclinadas a favorecer mecanismos de discriminación positiva que a meterse de lleno en la discusión sobre el sistema de justicia penal y policial, no fueron esta vez quienes lograron expresar de mejor manera el retorno del debate sobre el racismo a la escena mainstream norteamericana. De repente, todos comenzaron a discutir de nuevo lo ya discutido y grupos como Black Lives Matters, Dream Defenders, Black Youth Project, National Action Network y Million Hoodies Movement for Justice fueron algunas de las organizaciones que tomaron por asalto la escena pública. Nuevo activismo negro, volumen compilado por Ezequiel Gatto, especialista en cultura y política negra, incluye ensayos, alegatos y testimonios de quienes protagonizan esta primavera negra que se desencadenó a partir del caso de Trayvon Martin.
En el artículo “El Nuevo Jim Crow. El encarcelamiento masivo en la era del daltonismo racial”, su autora, la abogada y activista Michelle Alexander, sostiene que el sesgo racial del complejo judicial-penitenciario es la continuación legal y contemporánea de un sistema de castas raciales que antes, hasta el siglo XIX, se expresaba en el esclavismo y, después de su abolición, en el segregacionismo (un conjunto de leyes que tuvo vigencia en el sur del país y que se conoció popularmente como “Jim Crow”). La autora denuncia cómo la historia, como el trauma, vuelve a repetirse: millones de negros, encarcelados o bajo el régimen de libertad condicional, están inhabilitados para votar y son objeto de un nuevo tipo de discriminación amparada legalmente. La elección de Obama se suponía que era “el último clavo en el ataúd de Jim Crow”. Pero la persistencia del régimen de encarcelamiento masivo –que ya era denunciado en los setenta por líderes como Angela Davis– es la forma en la cual el sistema de exclusión racial sigue su curso en un país que se presenta a sí mismo como una democracia que saldó sus cuentas con la raza.
A partir de los ‘80, con Ronald Reagan, bajo el argumento de la “Guerra contra las Drogas”, mientras se desmantelaba el estado de bienestar y se recortaban gastos sociales, el gobierno norteamericano comenzó a destinar una enorme cantidad de recursos a la militarización de los barrios negros de las grandes ciudades y engendró el aparato punitivo que alimenta la muy redituable industria penitenciaria norteamericana. Como resultado de ésta política, la población carcelaria de los Estados Unidos pasó de 300 mil a 2 millones en menos de 30 años: la tasa más alta del mundo, de seis a diez veces mayor que en otros países industrializados. Estados Unidos encarcela a un porcentaje mayor de negros que Sudáfrica durante el Apartheid.
Keeanga-Yamahtta Taylor, en su libro From #BlackLivesMatter to Black Liberation, también vuelve algunos años atrás para señalar la falta de un liderazgo visible que exhibiera estos problema; sobre todo a partir de los ´80, cuando los antiguos líderes de las protestas por los Derechos Civiles fueron capturados por el pragmatismo político y comenzaron a virar hacia un discurso desracializado con el objetivo de seducir al voto blanco. Incluso algunos viejos hombres de confianza de Martin Luther King terminaron apoyando a Reagan y su “Guerra contra el Crack”.
Los datos de algunos de los artículos del libro revelan cómo el legado racista sobrevive en el desparejo accionar de las fuerzas de seguridad. Mientras que los afroamericanos constituyen el 13,1 por ciento de la población, representan el 40 por ciento de la población carcelaria; y, si bien las tendencias en el consumo o venta de drogas es pareja, las posibilidades de ser arrestado y recibir una pena más dura es diez veces mayor cuando se trata de un negro. “Parece que Estados Unidos no tiene problemas en subir a la cultura negra al barco, mientras se deje a la gente negra afuera”, apunta con ironía el escritor Darryl Pickney, otro de los autores antologados.
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