martes, 18 de julio de 2017

Pobres, pero decentes



Por Arturo Arango

A la memoria de Fernando Martínez Heredia, 

que fue siempre un hombre pobre y decente.

En mi familia materna solía usarse esta variante que coloco en el título antes que “pobres, pero honrados”, que es más frecuente. Desconozco en qué momento alguno de mis antepasados creyó que era preferible declararse decente primero que honrado. A lo mejor la elección tuvo que ver con el ejercicio del magisterio, la profesión con que muchos de ellos se ganaron la vida. He revisado el diccionario y confirmo que lo “decente” es más abarcador que lo “honrado”, porque lo incluye: según la primera acepción que brinda el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, decente es “honesto, justo, debido”. Pero el adjetivo no solo califica comportamientos sino que se expande hacia las formas: “conforme al estado o calidad de la persona” y “adornado, aunque sin lujo, con limpieza y aseo”, de manera que ser decente es también guardar determinadas apariencias que pueden relacionarse con la elegancia del espíritu.

En la época, ya lejana, de la que hablo, la adversativa (el “pero”) expresaba también el menosprecio hacia los que menos tenían; incluso, la subvaloración propia: “Ya que mis bienes materiales son escasos, la decencia es uno de los pocos valores que puedo ostentar”, sería un subtexto posible de la frase. Había otro más radical: “Como soy pobre, no me queda más alternativa que ser decente”. Y aún otro más: “Como eres pobre, no te queda más alternativa que ser decente”. Jamás escuché decir: “Pobre y decente”, o “Rico, pero decente”.

La enorme movilidad social ocurrida después de 1959 y la crisis de valores que tenían en su origen un comportamiento burgués o pequeño burgués fueron sacando lo decente de las preocupaciones cotidianas de muchos cubanos. A mi juicio (y sé que es polémico), para bien y para mal. Ahora mismo, el sitio word reference tiene como segunda acepción de la palabra “Acorde con la moral sexual”, y pone como ejemplo la frase: “Se considera una chica muy decente”. A partir de los 60 fue desapareciendo esa pacatería que condenaba a las señoritas a ser decentes para poder encontrar un buen partido, o que obligaba a las personas a andar vestidas en casa, aunque se ahogaran de calor, o estigmatizaba a las parejas que se besaban o acariciaban en público (como si al hacerlo dañaran a los demás).

Con aquellas aguas sucias se tiraron no pocos bebés. A mediados de los años 80, en un esfuerzo por recuperar valores y comportamientos que se daban por perdidos, hubo intensas campañas mediáticas en favor de la “educación formal”: una manera de reconocer que la enseñanza iba por una parte y la decencia (a la que dejó de llamarse por su nombre), por otra.

Llamarle formal a ese tipo de educación siempre me pareció un error. Ser decente es esencial en los comportamientos humanos, y a veces es una cualidad casi innata, que está en el propio carácter de las personas, integra una eticidad básica donde se une a la honestidad, a la solidaridad y a la dignidad. También, como dicen otras definiciones, honrado es quien “no comete acciones ilícitas o delictivas” o quien “actúa rectamente, cumpliendo su deber y de acuerdo con la moral, especialmente en lo referente al respeto por la propiedad ajena, la transparencia en los negocios”.

Lo decente debería ser entendido como el conjunto de actitudes que, primero, evita que una persona perjudique a sus semejantes. Luego, que propicia la colaboración con los demás. Ni más ni menos que el respeto a los seres humanos con quienes nos relacionamos. Por eso en la base de cualquier diálogo, de todo debate, debería estar la decencia.

La decencia, o su cara opuesta, se demuestran en los grandes acontecimientos o en los nimios. Un comentario en un espacio privado puede ser tan indecente como una mentira o una ofensa proferida ante una multitud o en las redes sociales. Quien denigra de alguien que acaba de morir es mucho más indecente que la vecina que grita pingas y cojones cuando un súbito aguacero le moja la ropa tendida.

Lo decente no tiene nada que ver con la ideología. Conozco personas muy decentes de derechas, como me sobran los ejemplos en la izquierda.

Con la política es otro el asunto. A mi buen entender, hay actividades humanas en cuyo ejercicio es muy arduo sostener la decencia. La política es una de ellas. Con rarísimas excepciones, la carrera de un político le exige permanecer en el poder el mayor tiempo posible, y mientras más arriba en la escala, mejor. Para hacerlo, en muchísimas ocasiones manipula a los demás, promete lo que sabe que no va a querer o poder cumplir. Conozco jóvenes, cubanos y latinoamericanos, que tienen en su vida cotidiana un comportamiento evidentemente político y al mismo tiempo declaran su rechazo a la política. En casi todo el mundo la política se ha convertido en politiquería, que es lo que ellos en verdad repudian, y la politiquería siempre es indecente. Ya se ha hecho un lugar común que expresidentes sean juzgados, condenados, encarcelados. Es el colmo de la indecencia, y cada día nos vamos acostumbrando a que suceda.

Otra esfera de la actividad humana en que es difícil ser honrado es en la de los negocios, sobre todo si se cumple el principio capitalista de que el dinero hay que ganarlo a toda costa.

Si se me pidiera un ejemplo absoluto de político decente, digo, sin dudar, José Martí, cuyo nombre jamás invoco en vano. Es cierto que no le alcanzó la vida para presidir la nación que estaba fundando, pero creó y dirigió un vasto partido, y dentro de él estableció modos ejemplares de participación y democracia.

En el caso contrario, ahora mismo, me veo tentado a incurrir en un lugar común: el presidente de los Estados Unidos de América (cuyo nombre he decidido no volver a escribir jamás), y cuanto le rodea, se ofrecen como paradigmas absolutos de la indecencia. Allí se han unido con particular intensidad la politiquería y el desenfreno de los negocios.

Dije que la decencia existe en las personas independientemente de su ideología, pero creo también que en unos casos es más necesaria que en otros. Si concordamos en que las personas que se reconocen como de izquierdas actúan en favor de la justicia social, de la equidad, de la emancipación de los seres humanos, de la solidaridad, entonces para ellas (para nosotros) no queda más camino que comportarse con decencia. Nada hay más lamentable que un político que se autocalifique como de izquierdas y cuyo comportamiento sea indecente.

Así como hay profesiones que parecerían rechazar la honestidad, hay otras en las que resulta fundamental. En al aula, todo maestro no debería tener más alternativa que ser decente. Como los médicos ante sus pacientes. Y los trabajos intelectuales y artísticos, cuyo principio último siempre es la búsqueda, por lo general angustiosa, de algo que queremos sea “la verdad”, deberían tener en su base el sustrato de la honradez.

La decencia también se define en el tiempo. Parafraseando a Bertolt Brecht, hay personas que son decentes algunas veces, y son buenas; las hay que pueden ser decentes muchas veces, y son mejores. Aquellas que son decentes toda la vida son las imprescindibles.


No hay comentarios: