viernes, 14 de julio de 2017

Un intento de claridad en un bosque de líos, imprecisiones y segundas, terceras e incluso cuartas intenciones

Rebelión

Por Miguel Candel y Salvador López Arnal

El libro que presentamos se abre con esta dedicatoria: “Para los federalistas solidarios, porque de ellos están hechas la materia, el espíritu y la racionalidad de nuestra esperanza”. Los federalistas solidarios, como es sabido, es una especie -humana por supuesto- bastante poco poblada en estos momentos y muy silenciosa en Cataluña e incluso en el resto de España. ¡Ánimo, hablen, formen parte de ella, que está en nuestros memes y en nuestras tradiciones! ¡Cada día somos más! El resto no es silencio.

  Continúa con unas citas. La primera es de Margaret MacMillan:

  Al dar responsabilidad al mal definido concepto de autodeterminación nacional, Wilson levantó, como advirtió su nuevo secretario de Estado Robert Lausing, un cúmulo de expectativas, realistas unas pero no otras. Lo que constituye una nación -la etnia, la cultura, la religión-, y hasta dónde pueden ser divididos los pueblos en unidades cada vez más pequeñas, no son asuntos fáciles de resolver. ¿Y cómo podrán ser dirimidas las reivindicaciones encontradas –a menudo burdamente infladas y apoyadas en una mala historia- de un territorio nacional? El propio Wilson acabó por arrepentirse como el mismo confesó al Senado a finales de 1919, de habérsele ocurrido pronunciar las palabras “todos las naciones tienen derecho a la autodeterminación.

La segunda es de Henry Kamen:

La primera ley aprobada por el nuevo Parlamento regional de Cataluña de 1980, bajo la presidencia de Jordi Pujol, fue un decreto del 12 de junio estableciendo el día 11 de setiembre como la Diada de los catalanes. El texto en el que se sustentaba la ley afirmaba que la propuesta “conmemora la triste memoria de la pérdida de nuestras libertades el 11 de septiembre de 1714, y la protesta y resistencia activa contra la opresión”. Por desgracia, fue un error mayúsculo escoger esa fecha. Lo que los miembros del Parlamento no sabían era que el 11 de setiembre Cataluña “no perdió sus libertades” (“libertades” tenía entonces un sentido medieval, y se refería concretamente a los privilegios administrativos, no al concepto de libertad actual).

La tercera, muy significativa, de una ciudadana anónima que se seguía sintiendo soviética al cabo de los años y de la destrucción:

¿Quién soy yo? Mi madre era ucraniana; mi padre ruso. Nací y me crié en Kirguistán, me he casado con un tártaro. Entonces, mis hijos, ¿qué son? ¿Qué nacionalidad tienen? Nos hemos mezclados todos, llevamos muchas sangres mezcladas. En el pasaporte tengo a los hijos inscritos como rusos, pero nosotros no somos rusos. ¡Somos soviéticos! Aunque el país en el que yo nací ya no existe.

La cuarta es de un gran helenista, G.E.R. Lloyd, de un homenaje académico al lógico, filósofo e historia de la ciencia Luis Vega Reñón, una de nuestras mentes más lúcidas en el ámbito de la teoría de la argumentación:

No estamos aislados unos de otros, ni habitamos islas de significado inconmensurable. El precio que hemos de pegar es admitir la revisabilidad de prácticamente todo lo que nos hemos acostumbrado a creer. Ese es precisamente uno de los principios cardinales que no debemos olvidar nunca.  

No lo olvidaremos.

Un resumen que figura en la contraportada (muchas gracias al autor):

Derechos torcidos incluye catorce conversaciones sobre el “derecho a decidir”, la soberanía, la libre determinación, el concepto de nación y la España federal. También sobre la historia (sin mitos) de Cataluña, el concepto de soberanía, los últimos 11 de septiembre, el federalismo, el lenguaje nacionalista, la diversidad española y catalana y los resultados e interpretación de las elecciones del 27 de septiembre. Destaca la claridad de la crítica al inexistente derecho a decidir y la rigurosa aproximación al surgimiento histórico y adecuada aplicación del derecho de autodeterminación de los pueblos sojuzgados u oprimidos, así como la refutación de las numerosas creencias -no justificadas en su mayor parte- que vertebran la cosmovisión nacionalista catalana. Sus reflexiones sobre la izquierda soberanista y secesionista catalana otorgan un especial valor a un libro que pretende agitar las, en ocasiones, inconsistentes aguas de la izquierda española desde una abierta y nada oculta perspectiva federalista democrática, que ha sido y debería seguir siendo esencial en todas las tradiciones emancipatorias de nuestro país.  

Una reflexión anexa algo más extensa:

Todos (o casi todos, pueden admitirse excepcionalidades) los seres humanos tenemos la necesidad de satisfacer un cierto sentimiento de “pertenencia” (no tiene por qué ser única forzosamente). El nacionalismo se apoya en ese sentimiento pero lo extralimita, haciéndolo inseparable del rechazo a los “diferentes”, lo que es netamente incompatible con el lema fundacional de la izquierda: “libertad, igualdad, fraternidad”.

La definición de nación no es unívoca ni constante a lo largo del tiempo. Hay, como mínimo, tres conceptos de ‘nación’: un concepto étnico (que es el etimológico), un concepto cultural y un concepto político. No tienen por qué coincidir en una misma comunidad humana. En el mundo actual es prácticamente imposible encontrar comunidades que se ajusten al primer concepto (étnico), difícil encontrarlas con arreglo al segundo, el cultural (las migraciones aumentan sin cesar esa dificultad) y sólo con arreglo al concepto político (heredado de la Ilustración) se pueden establecer delimitaciones claras entre naciones.

Cataluña no es una nación stricto sensu con arreglo a ninguno de esos tres conceptos, pese a que se pueden encontrar como nexo entre sus habitantes algunos elementos del segundo y a que el régimen autonómico vigente en España la ha dotado de ciertos elementos del tercero: el de nación política, integrada políticamente en una unidad más amplia. El nacionalismo secesionista catalán magnifica la presunta unidad cultural catalana a la vez que exacerba sus presuntas diferencias con respecto al resto de España para justificar la necesidad de convertir a Cataluña en una nación política separada, como si una cultura parcialmente diferenciada exigiera per se una organización política totalmente diferenciada.

La historia señala que en la mayoría de los casos la comunidad política genera, a la larga, comunidad cultural. Jordi Pujol y su incansable “ fer país ” a lo largo de los años en que presidió la Generalitat es prueba de ello. La argumentación secesionista, llevada a sus últimas consecuencias, justificaría, o bien la instauración dentro de Cataluña de un régimen cantonal basado en las obvias diferencias culturales entre, por ejemplo, el Baix Llobregat y la Garrotxa, o bien la actual unidad española, porque es evidente que en España hay elementos culturales comunes a sus habitantes que le confieren rasgos propios de una nación en el segundo de los sentidos mencionados.

Una reforma de la Constitución parece necesaria en cualquier caso. Aunque se mantuviera el actual régimen autonómico, es necesario fijar de una vez un criterio claro en materia de reparto de responsabilidades fiscales que acabe con la permanente batalla entre comunidades autónomas algo que, probablemente, propició en su momento el ex president y ex molt honorable Jordi Pujol a fin de tener las manos libres para tensar la cuerda competencial a conveniencia y eludir la responsabilidad de aparecer ante los catalanes bajo la antipática figura del recaudador y poder recitar, siempre que conviniera, el mantra “España nos roba”.  

Creemos que si están interesados en el tema (monotema en Catañuña) no les decepcionará del todo. Si no están interesados… deberían estarlo. Nos va mucho en ello. A todos. A este lado del Ebro, como dicen algunos, y al otro lado.

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