lunes, 24 de julio de 2017
El pasillo
Por Alberto Arce
(De 2014) Las esquinas de Tegucigalpa están marcadas por un silencio coreografiado al ritmo de decenas de ojos y orejas infantiles que examinan y siguen cada movimiento extraño al barrio que les han encargado controlar, vigilar y extorsionar. Nadie escapa. Nadie.
Cuando la agente de policía Yojana Corrales se detiene una calurosa mañana de noviembre a conversar con una pareja de vecinos frente a la puerta de la escuela de la polvorienta, peligrosa y caótica colonia El Sitio, al norte de la ciudad, dos banderas -vigilantes adolescentes- de una pandilla, uno en moto y otro en bici, con teléfonos a la vista, no tardan ni dos minutos en acercarse a pocos metros de ella. A una distancia suficiente como para escuchar su conversación y teclear inmediatamente, reportándolo todo a su centro de control.
En Honduras es difícil saber quién es el vigilante y quien el vigilado. Tan difícil como ponerse en el lugar de policías que, aunque lo intenten, no pueden ejercer de policías. “Sólo están chequeando lo que hacemos”, explica con total normalidad Corrales, una policía de llamativo pelo rojo, que no aparenta los 35 años que tiene y que no por coqueta olvida los 15 años que lleva participando y dirigiendo programas antipandillas de la policía de Honduras.
Sólo quien conoce tan bien a los pandilleros -llegó a estar infiltrada en una las pandillas cuando era cadete- puede trabajar a diario rodeada de niños a los que enseña a controlar su furia y a rechazar la violencia pero que al mismo tiempo no vacilarían ni un segundo si recibieran la orden de asesinarla. Corrales se dedica a prevenir que los niños hondureños se integran en las pandillas. Lo hace visitando escuelas. Porque es en las escuelas donde todo se tuerce. Donde podría enderezarse todo. Y sabe, aunque lo niegue, que su batalla está perdida de antemano. Pasé con ella apenas tres días.
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En la escuela, lo primero es entrar. En muchas de las escuelas a las que Corrales me llevó, “pasillo” no significa pasillo. Es la palabra que se utiliza para designar al grupo de pandilleros que le pide dinero a los maestros en su camino hacia las aulas. “Aquí, el que no paga, no enseña”. La frase no es poesía. Es de Liliana Ruíz, directora del Ministerio de Educación en Tegucigalpa. La pandilla matricula un alumno en el centro y él es que articula toda la comunicación. Primero son unos lempiras a modo de limosna, para el refresco, para tantear. Luego llega la extorsión. “La extorsión se extrae del salario mensual del maestro, unos 400 dólares al mes. El pandillero entra en el despacho del director y le dice necesitamos 50 dólares de cada maestro y mañana venimos a recogerlas”. Eso es más del 10% del salario. Ruíz me explicó durante una entrevista triste y que tuvo más de terapia, de descarga de toda la tensión acumulada que de preguntas , que en el distrito central tuvo que reubicar 50 maestros en el curso 2014. También que la lista representa una mínima parte del problema en el país en el que nada se hace público ni se denuncia porque no se resuelve nada, porque hacerlo más bien revictimiza a la víctima y la pone en doble riesgo, por no pagar y por irse de la lengua.
Después del pasillo, la escena es la siguiente: un grupo de pandilleros entra al instituto y le dice “tranquilo profesor, esto no va con usted” y se lleva a un alumno que no aparece más. Y suma y sigue. A un pandillero no se le puede llamar atención, no se le puede levantar una ficha psicológica, no se le puede suspender si él no quiere. Su respuesta será siempre, “ya verá usted lo que le puede pasar”. La Directora departamental de educación se despide explicando que sólo encuentra refugio en Dios.
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De los pandilleros son las calles, las escuelas, las vidas. Hasta las conversaciones. Y por supuesto, los centros educativos, convertidos en bases operativas y de reclutamiento para todo tipo de actividades de criminales que controlan no sólo alumnos y profesores sino las actividades que se celebran en las instalaciones, punto necesario de confluencia de todos los jóvenes de un barrio. Los pandilleros son alumnos y los alumnos son pandilleros. Hay niños pandilleros desde los 11 años. El maestro sabe quiénes son y no puede hacer nada. No hay opción. El miedo es indescriptible. Son incontrolables. Liliana Ruíz sigue continúa su relato. “Los conocemos, nos conocen, solo nos queda la psicología, la diplomacia, tener una buena relación con ellos, más bien nos toca esperar que un pandillero le cuide a uno de otro pandillero. Porque esos niños son capaces de cualquier cosa. Estamos totalmente expuestos. El ambiente es de desesperación espantosa”.
Las pandillas utilizan a los menores de edad a sabiendas de que incluso si son detenidos, las penas serán mucho menores. Más de un tercio de los aproximadamente 5.000 pandilleros fichados por la policía tenían menos de 15 años según el único estudio realizado sobre su edad, que data de 2010. En 2014, la policía detuvo a más de 400 menores por actividades relacionadas con las pandillas, especialmente extorsiones. En Tegucigalpa sólo hay un centro de internamiento de menores. Se llama “Renacer” y como lidia con menores, la ley impide que los guardias estén armados. Su director no tiene problema en reconocer que muchas veces los guardias les dejan ir. Que los pandilleros, los niños según la ley, entran y salen con total libertad. Porque a los menores no se les puede recluir. Y por la pandilla. Nadie se enfrenta Porque son niños. Hayan hecho lo que hayan hecho.
Mientras Corrales distribuye manuales sobre gestión de la ira y buenos modales editados y financiados por Estados Unidos en dos tercios de las 130 escuelas públicas de Tegucigalpa, las pandillas mueven catálogos que ofrecen servicios sexuales de las alumnas. Se llaman “las prepago”.
Abigail Espinoza Bustillo tenía 14 años cuando apareció estrangulada dentro de un saco flotando en un riachuelo lleno de basura en lo más profundo de un barranco en las afueras de Tegucigalpa el 3 de noviembre de 2014. Corrales aún guarda sobre su mesa el diploma que debería haberle entregado a Abigail tras su participación en el programa que coordina.
Abigail era reclutadora de niñas “prepago”, una modalidad de explotación sexual infantil extendida desde las escuelas de los barrios más modestos de Tegucigalpa hasta alguno de sus hoteles más exclusivos. La captación comienza en el pasillo de la escuela con una foto, después la llevan al mall a comprar ropa, les dan un buen celular y les pagan tratamientos de belleza. Si quieren salir del círculo, están endeudadas por los servicios prestados y reciben amenazas. “En los 69 centros educativos en los que trabajamos en la capital se da este fenómeno”, me dijo Corrales. Los catálogos de las redes de “prepago” ofrecen niñas desde los 10 años que venden una foto desnuda por 50 lempiras (2,5 dólares) hasta un servicio de sexo completo por 500 (25 dólares). “La primera vez que vimos uno de esos catálogos, lo encontramos en el Instituto Juan Ramón Molina, en manos de un niño de 13 años que es hijo de un líder del Barrio 18”, dice Corrales, que aprovecha para explicarme que el niño es un “puro”. Los hijos de padre y madre pandilleros son “los puros”, la nobleza del barrio, los intocables.
Extorsión, prostitución, venta de drogas. El control es total. Y lo peor es que aquí los pandilleros ni siquiera necesitan imponerse. Es que muchos niños quieren ser pandilleros. Ni siquiera puede decirse que las pandillas recluten en las escuelas porque no necesitan hacerlo. En un país sin oportunidades, cada vez son más los niños que optan por ingresar, de manera voluntaria, a la Mara Salvatrucha, al Barrio 18. De hecho, hay más niños dispuestos a incorporarse a las pandillas de los que ellas puedan o quieran absorber. La situación ha degenerado tanto que aquí los niños no son el ejército de reserva del capitalismo sino el ejército de reserva del crimen organizado.
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Los problemas de los estudiantes comienzan en casa. Sólo un tercio vive con ambos progenitores. Muchos han emigrado buscando trabajo en Estados Unidos. Un millón de hondureños viven allí. Otros han muerto. El hogar hondureño es un hogar roto. Muchos niños no tienen ni para comer y trabajan antes y después de la escuela para ayudar a sus familias. El 60% de la población vive con 2,5 dólares al día. Medio millón de niños -el 15% de todos los niños país- trabajan y el 97% de esos niños no gana el salario mínimo. La mayoría de los niños hondureños deja de soñar a muy temprana edad cuando se dan cuenta de que el futuro que le espera es ser cobrador de una línea de buses, ayudante de albañil o taxista, oficios en los que se gana mucho menos que vendiendo droga o empuñando un arma. Asistir a escuelas en donde no se da merienda escolar porque los pandilleros se la han robado, muchas veces no hay cristales en las ventanas o incluso, como en la de la colonia Canaan en un cerro de Tegucigalpa, desde que se fue la luz hace cinco años, nadie ha llegado para arreglarla, no es lo más esperanzador. En 2012 sólo el 6% de las escuelas había completado los días anuales de clase. Si los profesores no cobran su salario, no van a trabajar. Sólo el 25% de quienes ingresan al sistema educativo llega a la secundaria. Sólo el 0,3% de la población tiene un título universitario. Las autoridades fronterizas de los Estados Unidos han detenido más de 18.000 niños hondureños tratando de entrar ilegalmente al país en 2014. 50 al día. Esos son sólo los que no pasan, no sabemos cuántos pasan. Pero sí que los niños hondureños se están yendo del país. El país está perdiendo generaciones enteras de jóvenes.
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El último día de nuestra ruta por las escuelas de Tegucigalpa, Corrales llegó a la escuela de La Hera en el barrio del mismo nombre para participar en una actividad de su programa de prevención del ingreso en pandillas. Nada más bajarse de su picop, un grupo de niños se subió a la parte trasera con las manos en la cabeza o como si fueran esposados, jugando a ser pandilleros detenidos. “Esa es la imagen del líder pandillero. El detenido es alguien en el barrio y los niños quieren ser alguien”.
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