Diario Tiempo
La elección del comisionado nacional de los Derechos Humanos, para conclusión del enrevesado procedimiento de formar la lista de los finalistas en el cónclave, ha dejado un sabor acre en la sociedad civil, pues no acaba de digerir los imponderables del sistema.
La ficción democrática exige, en el mundo actual de las comunicaciones, un aparataje mediático destinado a crear opinión pública, o, de ser necesario, a deformar la opinión pública. Hoy día es impensable hacer política sin tener acceso franco a los medios de comunicación, si no es que su control, o el dinero —y el dinero del poder, por supuesto— para imponer los dictados finales.
Eso es así, y conviene tenerlo muy en cuenta a la hora de decidirse a participar en la política, a menos que se pretenda construir una realidad anti-sistema, que es, en nuestro medio, como tratar de escalar el Himalaya con pies descalzos.
De manera tal que en cualquier empresa política, llámese elección, selección, nombramiento, designación, etcétera, siempre habrá detrás la escogencia previa, el gallo tapado que decimos vulgarmente.
No puede ser de otro modo porque, para sobrevivir, el sistema no corre riesgos ni hace apuestas por la democracia. Al contrario, el esfuerzo —el supremo interés— es para conservar el establecimiento.
En la medida que se advierte el peligro del cambio hacia la democratización objetiva, real, el sistema refuerza sus mecanismos de control, aún por encima de las reglas universalmente constituidas, pero cuidando siempre de las apariencias. Es el juego del poder inteligente.
En el caso que nos ocupa, el de la elección del comisionado nacional de los Derechos Humanos, no podía ser de otra manera.
Esta es una figura de suma importancia para la calificación democrática del sistema, con rango nacional e internacional, pues la defensa de los derechos humanos es —de verdad o de mentira, según convenga— un requisito para el reconocimiento en nuestro mundo occidental y cristiano.
Para nosotros, los hondureños, ese es, a decir verdad, un tema muy resbaladizo, pues estamos acostumbrados al baile de máscaras político, que es la gran fiesta nacional en la que se premian los mejores disfraces.
La discusión sobre los personajes idóneos para tan selectivo cargo queda reducida a círculos de campanario, en donde no faltan, es cierto, las bajezas y los odios enfermizos, pero todo en función de la aparatosidad dizque democrática.
En último análisis, poco importan las hojas de vida de los postulantes, las virtudes personales y profesionales, las capacidades para el cumplimiento de las tareas específicas, como tampoco la integridad institucional.
Lo que sí es indispensable, aunque nunca se reconozca públicamente, es la adhesión a los designios del sistema. De no ser así, el sistema cuenta con sus recursos de expulsión.
Eso quiere decir, para ser un poco más explícitos, que la institución, el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos en este particular, ha sido y será un componente apropiado del sistema político hondureño, cuyo desempeño depende de las habilidades, el carácter, la integridad y experiencia de quien lo dirija, pero siempre en el marco del formato establecido. Ni más, ni menos.
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