jueves, 5 de enero de 2012

La Trinidad y su Paseo Real de la Chimenea Gigante


Resistencia Honduras

Por Alex Darío Rivera M.

En el año de 1792, don Juan José Fajardo y otros vecinos examinaban el llano seleccionado para establecer la aldea. Entre las observaciones realizadas por los habitantes del valle La Trinidad (partido de San Pedro Sula), verificaron que esa pequeña planicie se encontraba en “el camino real que venía de Comayagua”, que el sitio era “plano”, ideal para “la formación de casas” y la temperatura tan buena que los que en ese lugar moraban “alcanzaban avanzada edad”. El lugar era hermoso, bañado al norte por una quebrada “llamada del Agua Blanca” que en tiempos de lluvia “tenía corrientes abundantes” y pese a que “en abril y mayo solía secarse, quedaban pozos que proveían de agua suficiente”. En cuanto a las tierras, manifestaron que eran “fértiles para cosechar maíz, arroz, fríjoles y algodón” y “los montes inmediatos propios para la crianza de ganado vacuno y caballar”, sin olvidar, que dicha “aldea quedaría al pie de una escabrosa cuesta en el tránsito de ella a Petoa, y así prestaría grandes utilidades a los pasajeros”. Pese al interés del Subdelegado de Tencoa Blas José de Baena que pretendía ubicarlos en el sitio de Monapa (y no en el actual) a pesar de sus desventajas, don José Manuel Valenzuela quien fungió como Juez de Visita informó al Gobernador-Intendente (García Conde) quien el 21 de marzo de 1794, aprobó la elección del sitio mandando a “librar oficio al Subdelegado de Tencoa, encargado de la jurisdicción de Chioda (Chinda), para que procediera a delinear las plazas y calles de la Reducción y a proponer los sujetos que pudieran ser Alcaldes y Regidores para que, confirmados por la Intendencia, se les nombrara el correspondiente nombramiento. El 13 de mayo se realizó el trazo de La Trinidad y el día siguiente en reunión vecinal eligieron como Alcalde a don Juan José Fajardo, Escribano a don Miguel Felix Paredes, Regidor Mayor a don Cayetano Fajardo, Regidor Segundo a don Pablo José de Paz, Alguacil Mayor a don Vicente Rápalo; y por segundos a don Martín Fernández y don Francisco Pineda. Puesta esta elección en conocimiento del Gobernador Intendente García Conde, fue confirmada, y así, con más de veinte familias, se fundó la aldea La Trinidad.

Más de doscientos años después de lo que recoge el legajo histórico recién compartido, La Trinidad, continúa siendo un típico poblado con callejuelas angostas diseñadas para las recuas de carretas movidas por tracción animal, techos de teja, frontales habitacionales con rasgos arquitectónicos coloniales y la agraciada iglesia y el salón consistorial frente a la misma plaza que midieron sus primeros habitantes. Pero quizás los rasgos más característicos de este poblado no los encontremos en su arquitectura, sino en su gente, adeptos al rito de conversar, contar, “perrear”, exagerar y en ese afán curar, guardar palabras, significados, costumbres y tradiciones que se han extinguido en otros lares. No cabe duda que la cultura nos vuelve rebeldes, justamente porque profundiza nuestras raigambres, eso ha sucedido con La Trinidad y es –en parte- lo que le ha permitido vincularse a un mundo globalizado sin la penosa necesidad de deformarse. En esa dinámica de reencuentro que genera la palabra y el acto colectivo, según el historiador Eliseo Fajardo Madrid, cada ocho de diciembre como parte de las fiestas del santoral católico se rinde culto a la Virgen María en la imagen de la Inmaculada Concepción, en ese afán litúrgico, los devotos primitivos han evocado de manera peculiar la posesión del Espíritu Santo a la Virgen María madre del hijo de Dios.

Desde esa visión, las comunidades del occidente de Honduras, al igual que en la edad media, manifiestan el recuerdo de esa presencia a través de la iluminación del sendero por donde ella realizó su peregrinación hasta el pesebre donde dio a luz al hijo de Dios. En La Trinidad, cada familia católica recreó el ambiente espiritual de aquel acontecimiento de manera peculiar, así surgió la costumbre de colocar frente a las viviendas y en el camino, pequeñas construcciones de ocote encendido que -a la vez- permitían liberarse del frío. Al construir la chimenea, solicitaban a la virgen deseos con fervor religioso, cánticos, salutaciones e invocación al espíritu de familiares que se habían ido a otras tierras o ya fallecidos. Al encender los fogones al mismo tiempo, se compartía momentos de alegría, asimismo alimentos o bebidas preparadas para esa ocasión. Una vez terminada la ceremonia, las chimeneas quedaban encendidas y los miembros de la familia se encerraban en sus viviendas; al siguiente día se recogía algún fragmento de ocote que no se había quemado para ser usado como amuleto o conservarlo para el siguiente año.

Actualmente, la tradición está guardada en manos jóvenes, del mañana, del siempre, quienes junto al poeta Delmer López desde la Sociedad Cultural Palito Verde y el Grupo de Teatro La Siembra continúan alentando para que este fuego, no se apague nunca. Las chimeneas son extraordinarias esculturas de papel, alambre, madera y pegamento que después de recorrer las principales calles, son incineradas iluminando el poblado como una forma de reflexionar sobre lo efímero de lo material y lo perenne de la memoria y la tradición oral, la posibilidad de permitir que el fuego del arte alimente y entibie los sentidos y las emociones del Ser Humano hasta devolverle la magia de la lucidez, la solidaridad, la valentía, la certeza, la fe y sus sueños fraternos. Este año, la tradición se celebrará durante los días ocho y once de diciembre acompañada de poesía y música dedicada a la Niñez Hondureña como un gesto de esperanza y valoración de los derechos humanos y defensa de nuestros recursos naturales.

*Alex Darío Rivera M: Educador, Promotor Cultural santabarbarense, Licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad Pedagógica Nacional “Francisco Morazán”, autor de los libros: "Introspecciones Extintas" y "Desde los balcones".

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