martes, 25 de junio de 2013

El reino de estafas



Por Julio Escoto

¿Cuándo no estafan al hondureño?... Conforme el país fue creciendo, asimismo lo hizo la desigualdad, al grado de conformarse ya, a ojos vista, dos clases o grupos humanos claramente delimitados: el de engañados y de engañadores, siendo los segundos, en globalidad, aquellos que mejor formación educativa (secundaria, universidad) tuvieron, como que la ciencia, conocimiento y cultura se destinan en Honduras a perfeccionar la maldad.

Lista interminable: te roban minutos tras recargar el teléfono móvil, en el marcador de compra de combustibles, en la farmacia -con falsos descuentos desaparecieron el beneficio de tercera edad-, en la tarjeta de crédito (cargos abusivos), en hospitales públicos -esquilman dinero e igual medicamentos-, en los privados -un bote de suero cobrado a mil pesos-, en la práctica médica -el segundo país centroamericano con más elevados costos por consulta-; en educación pública -ausencia de pupitres, tiza, papel o maestros con vocación- y en la privada -de quince a cincuenta mil lempiras no reembolsables por “apartar” cupo para matrícula-; en la iglesia -tu milagroso dinero consigue hacer “pacto” con dios-, en la política -además de malversar los fondos públicos cometen fraude en las urnas- y en el mando de gobierno, obstinado en repartir, vender e hipotecar los recursos nacionales, aquellos que son patrimonio público y que devienen sagrados pues representan la herencia patria para sucesivas generaciones.

Nunca he consentido con la pena de muerte pero por veces nace la tentación de solicitarla contra corruptos y vendepatria, contra malos y deshumanizados gobernantes, los rateros (ni a clase ladrón llegan) del erario, los conspiradores de golpes de Estado, los agresores de menores, los que agravan a la república, los legisladores traidores al destino común, los violentos irredimibles, los seguidores y propulsores de políticas ajenas a la conveniencia de la nación y particularmente los jueces y magistrados, los pastores y “apóstoles” que tornan a la justicia y la fe en vulgares instrumentaciones de estafa y robo.

El código penal de China comunista fija penas capitales expeditas (resuelto todo en cinco días: juicio, sentencia y ejecución con inyección letal o bala de rifle de asalto que, además, se factura a familiares del delincuente) para 55 delitos de particular tipificación contra altos funcionarios condenados por soborno o corrupción, y para criminales de transgresiones graves (asesinato, violación, infanticidio, comercio de droga, otros) e incluso -oh China, reino de fantasía- por arbitraje tramposo en el fútbol...

Relata un cable que “el ex alcalde de ciudad Hangzhou, y su homólogo de Suzhou, fueron ejecutados por corrupción al aceptar soborno para construir edificios”. A otro gerente de una empresa gubernativa que falseó la fórmula de un dentífrico, causando fallecimientos incluso en Centroamérica, lo tronaron, hondureñismo por lo fusilaron.

Imaginen ahora la mortandad, gloriosa liberación de pus, noble masacre que haría la justicia hondureña si ejecutara a quienes incumplen las especificaciones técnicas licitadas para obra de puentes, carreteras, represas, casas de justicia como la sampedrana, clínicas, hospitales, bordos, diga dios qué más…

O para quienes financian su campaña política con recursos anti nacionales venidos de Miami, o sustraídos del presupuesto congresional; para quienes -crimen entre crímenes nefastos- generan inocentes muertes especulando con, o adulterando, las medicinas de la más necesitada población del mundo…

¿Dónde debemos aplicarles el porrazo para que duela más?... ¿O recurrir a la antiquísima y legendaria crueldad china y no eliminarlos, sino abandonarlos a perecer en ahogado sufrimiento por un millón de escupitajos, asaeteados por mil campesinas agujas de crochet, por trallazos de obreras cacerolas de hambre, insultados por dos millones de niños enfermos que no los dejen respirar ni dormir hasta que entreguen la pútrida alma a Satanás…? ¿Merecen, acaso, una compasiva lágrima tales perversos?

Ni Cristo los perdonaría.

Es más, desde el templo de Jerusalén más bien los condenó a cadena eterna, la de real pena espiritual.

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