martes, 2 de octubre de 2012

Golpes reales, ¿Golpes imaginados?



Le Monde Diplomatique Cono Sur 

Por Pablo Stefanoni

Las clases privilegiadas que ven afectados algunos de sus intereses por las medidas reformistas de los gobiernos nacional-populares de América Latina, a menudo tratan de utilizar ciertos conflictos sociales como ariete golpista. Pero esta realidad no debe hacer creer que detrás de todo conflicto hay una conspiración maquiavélica para derribar a dichos gobiernos. 

Una enorme fogata. Policías con pasamontañas atizando las llamas con expedientes robados del saqueado edificio del Tribunal Disciplinario. Gritos –como si hiciera falta la aclaración–: “Esto no es acuartelamiento, esto es motín” (1). Todo ello a pocos metros del Palacio Quemado, la sede del Poder Ejecutivo boliviano. El gobierno de Evo Morales denunció que detrás de “demandas legítimas” existió un plan para utilizar la rebelión policial como plataforma para un golpe de Estado. Algo parecido a lo acontecido en Ecuador en septiembre de 2010. Frente a un violento amotinamiento de los policías, Rafael Correa se desabrochó la camisa y gritó: “Si me quieren matar, mátenme” y denunció al ex presidente Lucio Gutiérrez como instigador de la asonada....

Las denuncias de golpe fueron habituales en los últimos años en la región, y englobaron diversos tipos de conflictos como el llamado golpe cívico-prefectural en Bolivia en 2008 –cuando la élite de Santa Cruz aún creía poder correr del poder a Evo Morales– o la llamada crisis del campo en Argentina durante el mismo año, cuando el grupo Carta Abierta acuñó el concepto de clima destituyente . El sentido de estos hechos quedó en disputa, pero no obstante los golpes que efectivamente se produjeron dieron verosimilitud a la denuncia de la existencia de un bloque conservador tentado de apelar a la desestabilización para frenar el “giro a la izquierda” regional. 

11 de abril de 2002: el presidente venezolano Hugo Chávez es derribado del poder por un golpe de Estado y detenido. Poco después una movilización popular junto con una contraofensiva militar lo repuso en Miraflores. 

29 de febrero de 2004: el haitiano Jean-Bertrand Aristide fue derrocado y expulsado del país por fuerzas de la alianza franco-estadounidense. 

28 de junio de 2009: el presidente hondureño Manuel Zelaya es obligado a abandonar su domicilio en pijama y trasladado fuera del territorio nacional. 

22 de junio de 2012: el Congreso paraguayo, en un juicio político relámpago, destituyó al ex obispo Fernando Lugo. 

Neogolpes y tecnologías de derrocamiento 
Un día después del golpe parlamentario paraguayo, la BBC publicó en su página web una galería fotográfica titulada “La caída de otros presidentes latinoamericanos”, que iba desde Carlos Andrés Pérez (1993) a Zelaya en 2009. Se podría agregar a Fernando Collor de Mello, quien en 1992 renunció mientras era juzgado por corrupción por el Congreso brasileño y repudiado por miles de manifestantes en las calles. Sin duda, una lista semejante tiene dos claves de lectura. Desde lo formal, habla de la inestabilidad institucional que perduró en la región pese a la consolidación de la democracia desde la década de 1980, inestabilidad política y social a la que sin duda contribuyeron las llamadas reformas estructurales aplicadas desde los años 80 y con más intensidad en los 90. El ex presidente Fernando de la Rúa, entrevistado por un programa de televisión, se comparó con Lugo y dijo que ambos sufrieron un “golpe civil e institucional” (2). Desde lo político, la discusión tiene varios pliegues superpuestos.

En los años 2000, el politólogo Franklin Ramírez acuñó el término “tecnología de derrocamiento” para dar cuenta de la combinación de movilizaciones callejeras, maniobras conspirativas del Poder Legislativo, pérdida de apoyo en el interior de las Fuerzas Armadas y eventualmente aval de la embajada de Estados Unidos, que en ocho años acabó con la destitución de tres presidentes en Ecuador (3). Hoy, muchas cosas han cambiado, especialmente los contextos económicos (que en los últimos años fueron de crecimiento y estabilidad). Cabe preguntarse: ¿las tecnologías de derrocamiento son diferentes cuando se trata de gobiernos de izquierda?

Aunque parece claro que los “viejos golpes” han perdido vigencia, eso no ha anulado la existencia de golpes, o de lo que el profesor de la Universidad Di Tella, Juan Gabriel Tokatlian, define como un neogolpismo, que siguió gozando de buena salud en la posGuerra Fría (4).

Por su parte, e l catedrático de la Universidad Complutense y ex asesor de Hugo Chávez, Juan Carlos Monedero, apunta al Dipló que “en América Latina, al igual que la lucha armada no se ve legítima, tampoco son admitidos los golpes de Estado tradicionales. De allí el nuevo oxímoron: los “golpes constitucionales”. En la misma línea, el hasta hace poco Alto Representante del Mercosur, Samuel Pinheiro Guimaraes, sostenía que “El neogolpismo reconoce que los gobiernos fueron elegidos democráticamente, pero argumenta que ellos no gobiernan democráticamente. Crea imágenes de esos gobiernos como dictaduras y genera un clima que justifique un golpe de Estado, inclusive por medios no militares” (5). 

Acordes y desacordes 
La diferencia es que mientras Tokatlian ve continuidades entre la década de 1990 y la actualidad, otros analistas resaltan las desemejanzas. El ex mandatario boliviano Carlos Mesa, incluido en la lista de quienes abandonaron antes de tiempo el poder, lo explica así en una entrevista con el Dipló : “Empecemos por la diferencia formal. En Honduras y Paraguay se produjo literalmente una destitución del Presidente por la vía del poder Legislativo sin que mediara necesariamente una acción popular en las calles. Por el contrario, en la década de los años noventa y principios del 2000 las circunstancias fueron diferentes. [Alberto] Fujimori huyó del Perú y renunció por fax, [Jamil] Mahuad y [Fernando] De la Rúa fueron víctimas de una situación económica inmanejable que los llevó a tomar medidas imposibles de soportar por el pueblo, y tuvieron que dimitir forzados por la presión popular. [Gonzalo] Sánchez de Lozada venía en una espiral de caída de legitimidad que terminó en una movilización popular masiva en La Paz y El Alto; su reacción desmesurada, que causó la muerte de 67 personas, lo forzó a renunciar”.

–¿Y en su propio caso? “En mi caso particular, con un 50% de respaldo popular medido el día de mi dimisión, decidí dejar el cargo cuando la gente movilizada en las calles no pedía mi renuncia sino el cierre del Congreso, la Asamblea Constituyente, las autonomías que nuestro gobierno había convocado y viabilizado, y la nacionalización de los hidrocarburos (que Evo Morales no llevó a cabo, como equivocadamente cree parte de la opinión local y gran parte de la internacional). Nunca fui destituido, renuncié voluntariamente y lo hice para evitar el ejercicio de la violencia desde el Estado. Lo importante es subrayar diferencias y no meter a todos en el mismo saco. La línea maestra es que Honduras y Paraguay responden a una lógica diferente, la de élites de diversa naturaleza que remueven al Presidente”. La escritora y directora del Museo del Libro, María Pía López, coincide con la necesidad de diferenciar con claridad las destituciones de los años 90 y primeros 2000 de las crisis políticas que vivieron varios de los gobiernos de izquierda.

En el primer caso, “implicaron movimientos populares, movilizaciones y lógicas de insurrección callejeras, que produjeron la caída de los gobiernos que venían gestionando de modo neoliberal”, mientras que en Honduras y Paraguay, “fueron los sectores dominantes, las élites políticas tradicionales y distintos grupos de poder los que apelaron a mecanismos institucionales para interrumpir procesos que, si bien no habían tocado demasiado sus intereses, tampoco eran directamente controlables por ellos”. Desde la oposición a esta concepción, no obstante, se trata de invertir algunas líneas de razonamiento. Por ejemplo, un periodista boliviano que trabaja en un organismo internacional se pregunta y pregunta: “¿Golpe es sólo cuando el poder Legislativo y/o el Poder Judicial derrocan a la cabeza del Poder Ejecutivo, como en Honduras o Paraguay? ¿Por qué no se considera golpe de Estado cuando el Poder Ejecutivo desarticula al Poder Judicial? ¿O cuando azuza a los movimientos sociales a cercar al Poder Legislativo? ¿No puede considerarse golpe de Estado cuando el Poder Judicial subordinado descabeza al Poder Ejecutivo –popularmente electo– de las gobernaciones?”

Esto último remite al hecho de que en Bolivia tres gobernadores opositores (de los departamentos de Pando, Beni y Tarija) fueron destituidos, para lo cual, con la nueva Ley de Autonomías, basta la imputación de un fiscal. Y se podría agregar: ¿Fue más destituyente , en Argentina , la actitud del vicepresidente Julio Cobos contra Cristina Fernández que la del actual vicegobernador Gabriel Mariotto contra el gobernador bonaerense Daniel Scioli? En verdad, hoy conviven visiones encontradas de la democracia. Desde los procesos nacional-populares (sobre todo Venezuela, Ecuador, Bolivia) se apela a una suerte de democracia plebiscitaria de masas –con tonalidades jacobinas– que marcha en paralelo al recambio de élites en el poder y refundaciones constitucionales: la democracia es el “poder del pueblo” y las instituciones son refugio de las viejas élites. Pero ello coexiste con una visión institucional de la democracia, hoy levantada por varias de las oposiciones conservadoras (de manera bastante instrumental), pero también por ciertas oposiciones más moderadas de centroizquierda, como el Movimiento sin Miedo (MSM) en Bolivia o el Frente Amplio Progresista en Argentina. 

Honduras, Paraguay... ¿Bolivia? 
No parece casual que fuera en Honduras y Paraguay donde los golpes resultaron exitosos (además de Haití, que involucra una serie más amplia de variables). En ambos procesos políticos los presidentes carecían de una base parlamentaria propia y los movimientos populares son aún débiles. En Honduras, Manuel Zelaya ensayó una serie de moderadas reformas progresistas –y realineamientos geopolíticos– desde un Partido Liberal que se mantuvo distante, y en Paraguay, para ganar Lugo debió aliarse al Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA): de ahí proviene el actual mandatario Federico Franco, que se alejó del ex obispo a poco de asumir. Aunque por estos días se denuncian cazas de brujas contra luguistas en el Estado, a diferencia de Honduras el ex presidente pudo mantener una actividad política en territorio paraguayo.

Una característica de ambos golpes –como el frustrado y más convencional de Venezuela en 2002– es su índole restauradora del viejo orden. “[En Paraguay] se trató de un golpe de los partidos tradicionales, la jerarquía católica, los medios de comunicación hegemómicos y los grandes empresarios. Todo eso da cuenta de la configuración de clase del golpe y su objetivo: aplastar a una izquierda emergente que se estaba fortaleciendo bajo el gobierno de Lugo”, analiza para el Diplo Hugo Richer, ex titular de la Secretaria de Acción Social. El golpe paraguayo combinó elementos estructurales (como la lucha por la tierra) con motivos coyunturales centrados en la disputa preelectoral: liberales y colorados están moviendo fichas para las elecciones de abril de 2013 (6). Todo ello asentado en una Constitución que da inmensos poderes al Parlamento para destituir al Presidente y un extemporáneo anticomunismo que atraviesa la cultura política local luego de que Alfredo Stroessner hiciera de su rechazo al marxismo una suerte de identidad nacional. Por eso no sorprende que el senador oviedista José Manuel Bóveda dijera en el Congreso que los “marxistas-leninistas quieren devorar las entrañas del pueblo paraguayo” y que además buscan aprobar “el matrimonio gay”, frente a lo cual defendió la poligamia como esencia del hombre paraguayo (7). Algo similar ocurrió en Honduras, que en los años 80 fue el portaaviones de Ronald Reagan contra la revolución centroamericana. Estos contextos parecen bastante alejados del boliviano, donde el gobierno apuntó a un intento de golpe y un grupo de intelectuales firmó un manifiesto titulado “Paremos el golpe de Estado en Bolivia” (8). Las imágenes de policías gritándole al presidente Morales “ pisacoca ” o la destrucción de cuadros presidenciales pistola en mano dan cuenta de la gravedad institucional del motín. Sin duda, cualquier motín policial es un acto sedicioso, porque los policías son un grupo armado y no pueden (en teoría) usar sus armas para sostener sus reclamos sectoriales.

Pero al mismo tiempo, la denuncia de que se armaba un golpe entre parte de la policía, los manifestantes indígenas que se oponen a la carretera que atravesaría el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS) y el MSM (aliado al MAS hasta 2010) pareció meter demasiadas cosas en la misma bolsa y cerrar anticipadamente debates fundamentales que deben permanecer abiertos. Por otro lado, la denuncia de golpe dejó de lado –o en segundo plano– que la policía boliviana está precarizada, “lumpenizada” y trabaja en condiciones a menudo inhumanas. Y opacó, también, la sólida alianza del gobierno con las Fuerzas Armadas, que relegó a la policía a un segundo plano. Esos motines (que suelen incluir a las esposas de los policías) no son nuevos en Bolivia; el último de gran magnitud ocurrió en febrero de 2003 y puso en jaque al gobierno de Sánchez de Lozada. En esa ocasión la izquierda apoyó a los amotinados, que rechazaban un impuesto a los salarios, y se planteó una suerte de alianza popular-estudiantil-policial. La brutal represión militar acabó entonces con un saldo de una treintena de muertos, al tiempo que reactualizaba la histórica enemistad entre policías y militares. Esta vez, Evo Morales descartó sensatamente la represión. 

Peculiaridades nacionales 
“En ninguno de los acontecimientos vividos en Bolivia en los últimos dos meses hubo ni siquiera un amago de intento de golpe. La única vez que el gobierno de Morales sufrió un intento real de desestabilización fue en septiembre y octubre de 2008”, sostiene el ex presidente Mesa. Y el ex prefecto de Cochabamba por el Movimiento al Socialismo (MAS), Rafael Puente, propuso abordar los problemas con una visión autocrítica: “Cierto que a más de un grupo opositor le habría gustado que el conflicto degenerara en golpe, pero no debemos convertir a la oposición –que sabemos políticamente débil, dividida y carente de todo proyecto– en la diabólica causante de todos los conflictos sociales. Somos nosotros quienes revolvemos el río y hacemos posible la ganancia de pescadores. Identificando a tiempo el problema policial, midiendo serenamente su magnitud y su razón, y sobre todo negociando cuanto antes, dejaríamos a la oposición con las ganas de perjudicar” (9). Más allá de que los grupos de poder siempre quieran “golpear”, la posibilidad de golpes exitosos depende de configuraciones bastante singulares que incluyen culturas políticas sedimentadas, fortaleza o debilidad hegemónica de los Estados, relaciones de fuerza sociales y político-institucionales, densidad de las organizaciones populares.... Todo ello en combinaciones variadas y variables. Veamos algunos ejemplos y propongamos algunas preguntas. En Paraguay, como ha señalado con cierta ironía el politólogo Marcello Lachi, “la política no es refinada”. Eso quedó patentado con el asesinato del vicepresidente Luis María Argaña en 1999. Y en el contexto de unas élites filomafiosas en el que el Estado es determinante para hacer política, la cláusula introducida en la Constitución de 1992 para fortalecer al Parlamento (luego de 35 años de dictadura stronista) fue usada ahora para truncar el proceso de cambio abierto en 2008.

En Bolivia, el de Evo Morales es uno de los gobierno más fuertes y legítimos de la historia. Por eso los intentos desestabilizadores de las élites cruceñas fracasaron en toda la línea. Sin embargo, la distancia entre la calle y el Palacio a menudo parece demasiado corta. Las instituciones son débiles y las mediaciones (y capacidad de negociación) deficitarias. Los sistemas de incentivos alientan generalmente la radicalización de los conflictos. Además, los muertos producto de intervenciones de policías mal armados y entrenados suelen generar un “efecto indignación” de imprevisibles consecuencias para el gobierno de turno. Esos temores hicieron retroceder a Evo Morales en sus intenciones de quitar los subsidios a la gasolina en 2010/2011 o aumentar el horario de trabajo de los médicos en 2012. Es posible que estos elementos incidan más que el carácter moderado o radicalizado de las reformas en marcha (por otra parte, la política macroeconómica o social de Evo Morales no es más radical que la que implementó Lula en Brasil, y los empresarios cruceños participaron de la última cumbre de movimientos sociales). Nadie esperaba, por ejemplo, que Dilma Rousseff pudiera caer por la huelga policial que enfrentó en febrero pasado. Pero el hecho de ser un país más institucionalizado no impidió que en otro contexto, Collor de Mello fuera echado del poder en 1992, acusado de corrupción. ¿Habría ocurrido lo mismo si en lugar de pertenecer a un partido pequeño (el Partido de la Reconstrucción Nacional) y ser considerado un outsider hubiera sido parte de algún gran partido tradicional? (10) 

Pluralismo social 
Para Monedero, los gobiernos progresistas enfrentan un dilema: por un lado, “si hoy los golpes toman forma incluso constitucional por la influencia que conservan los grupos tradicionales de poder, hay que asumir que cualquier deslegitimación del gobierno es un germen para un nuevo tipo de golpe”. Pero por otro lado, “la denuncia recurrente de cada crítica o de cada conflicto como un intento golpista va vaciando de contenido la propia denuncia”. En ocasiones, estas denuncias resultan funcionales a lo que la socióloga y escritora Maristella Svampa denomina “lógicas binarias” de los gobiernos del bloque nacional-popular. Y esas lógicas apuntan a la derecha pero también a quienes desde la izquierda o el campo popular no se alinean lo suficiente con las directivas provenientes del Estado. ¿Qué pasa cuando esas críticas, pasibles de ser utilizadas coyunturalmente por la derecha, son necesarias para la profundización de los cambios en marcha? Esta pregunta no es meramente intelectual. En todos los casos, los gobiernos del “giro a la izquierda” presentan contradicciones, hiatos entre los discursos y las prácticas, y composiciones internas heterogéneas que dejan abierta una pluralidad de rumbos posibles. Como ha señalado el analista Marc Saint-Upéry, a menudo se corre el riesgo de “politizar” en exceso la lectura de conflictos socioeconómicos, inherentes a cualquier sociedad plural, y hay que estar atentos a las visiones en exceso politicistas y moralistas del conflicto social (11).

Monedero apunta que “el gobierno, sabiendo que la queja de cualquier sector puede convertirse en gasolina para las oligarquías, tiene que saber manejar los conflictos dentro de su propio marco, no expulsando a los descontentos para que vayan a refugiarse en brazos de sus enemigos”. Y señala que esto es particularmente relevante en el ámbito mediático: “cuando los medios oficiales no dan cabida a las críticas o cualquier reivindicación es de entrada descalificada como golpista, muchos tienen que irse a los medios de la derecha”. Algo de esto ocurre, por ejemplo, con la problemática de la megaminería en Argentina. ¿No es lógico que los habitantes de Famatina festejen la llegada de Jorge Lanata y las cámaras de “Periodismo para Todos” si en su lucha contra poderosas mineras transnacionales –apoyadas por los gobiernos provinciales– son silenciados por la mayoría de los medios oficialistas?. “De hecho, la pregunta central no es por qué estaban las cámaras de la oposición en Famatina, Tinogasta o Andalgalá, sino por qué nunca estuvieron las cámaras de la TV pública allí y en otras localidades”, sostiene Svampa.

“Creo que hay una caída en la calidad de los análisis de coyuntura que era uno de los fuertes en el pasado de la izquierda en la oposición. Ahora eso casi desapareció, porque la izquierda no usa mucho esos análisis y gasta más energías en su propia legitimación”, apunta Eduardo Gudynas, secretario Ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social. Y como ha señalado Saint-Upéry, no parece una buena idea evitar ser tildado de ingenuo “comprando” cualquier teoría de la conspiración, incluso las más disparatadas. Se trata en todo caso de un complejo equilibro, entre la denuncia y la acción colectiva contra los proyectos golpistas reales y un análisis que reponga la categoría de interés socioeconómico (y no sólo político) en la dinámica de las sociedades.

Hay cuestiones sociales, culturales y económicas que no entran ya fácilmente en los clásicos clivajes del viejo nacionalismo popular. Pero las denuncias constantes de golpes y desestabilizaciones –más allá de que, sin duda, esos golpes y esas conspiraciones informen sobre buena parte de las derechas y los grupos de poder regionales, además de los intereses imperialistas– vuelcan a menudo demasiado acríticamente sus lecturas de la realidad en los moldes del antagonismo patria/antipatria de matriz nacionalista. Y hace tiempo que sabemos que ese nacionalismo tiene varias facetas, movilizantes y regimentadoras, democratizantes y organicistas, autónomas y “líder-centradas”.

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1. Ver Alfredo Grieco y Bavio / Mario Murillo, “Bolivia en llamas”, Anfibia , 28-6-2012. 
3. Franklin Ramírez G., La insurrección de abril no fue sólo una fiesta , Taller El Colectivo, Quito, 2005. 
4. Juan Gabriel Tokatlian, “El auge del neogolpismo”, La Nación , 24-6-2012. 
5. Agencia Ansa, reproducido en ABC Color, Asunción, 2-7-2012. 
6. Pablo Stefanoni, “¿Por qué cayó Lugo?”, Le Monde Diplomatique Cono Sur- edición web , julio de 2012. 
7. Última Hora , Asunción, 12-7-2012. 
9. Rafael Puente, “¿De amotinamiento policial a golpe de Estado?”, Página 7 , La Paz, 28-6-2012 
10. Miguel Carreras, “Los partidos importan. Democratización y evolución del sistema de partidos en América Latina”, Nueva Sociedad Nº 240, julio-agosto 2012. 
11. Marc Saint-Upéry: “¿Hay patria para todos? Ambivalencia de lo público y 'emergencia plebeya' en los nuevos gobiernos progresistas”, revista Iconos Nº 32, Quito, septiembre de 2008 
* Periodista, ex director de la edición boliviana de Le Monde Diplomatique . Actualmente es jefe de Redacción de la revista Nueva Sociedad ( www.nuso.org ). 

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