sábado, 14 de abril de 2012

Honduras, en poder del narco y las maras, sufre baño de sangre


Cuba Debate

Por Isabel Sánchez

Los cuerpos de Lesbia Altamirano y Wilmer Orbera después de ser atacados por desconocidos enmascarados en Choloma, en las afueras de San Pedro Sula, Honduras. Una ola de violencia que ha hecho de Honduras uno de los lugares más peligrosos del mundo, con una tasa de homicidios de aproximadamente 20 veces la de EE.UU., según un informe de 2011 de las Naciones Unidas. (AP Foto / Esteban Felix)

Los narcos pasean enseñoreados en zonas rurales, las pandillas se disputan los barrios con explosivos y AK-47, los policías extorsionan y los sicarios matan a plena luz del día: es Honduras, el país más mortífero del mundo.

“Volvamos a vivir en paz”, dice una valla gigante a la entrada de San Pedro Sula, 240 km al norte de Tegucigalpa, donde es más encarnizada la guerra del crimen organizado, que enluta con 20 asesinatos por día a este país centroamericano de 8,2 millones de habitantes.

Una orgía de violencia ligada al narcotráfico colocó a Honduras en 2010 al tope de la tasa mundial de homicidios, cuando registró 82 por cada 100.000 habitantes -11 veces más que la media mundial-, de acuerdo con la ONU.

La tasa volvió a subir, en 2011 a 86, según informes oficiales hondureños, mientras San Pedro, con 174 homicidios por cada 100.000, tiene el deshonroso mote de “capital mundial del crimen”.

Centroamérica, que es con México la vía por donde pasa el 90% de la cocaína que consume Estados Unidos, es la zona más violenta del mundo según la ONU. Con la ofensiva del gobierno mexicano, los cárteles de la droga desplazaron en los últimos seis años operaciones al istmo, y aliados con las pandillas locales siembran el terror.

Virtual toque de queda. Hombres fuertemente armados custodian empresas, restaurantes o pequeños comercios. Apenas anochece, barrios marginales de San Pedro Sula, corazón industrial de Honduras, parecen pueblos fantasmas. En Lomas del Carmen -”Lomas del crimen”, dicen algunos-, ni un alma hay en las calles. Son zonas bajo virtual toque de queda. “Tenemos un policía por unos 2.000 habitantes, lo idóneo es por cada 300.

No hay recursos materiales ni humanos”, dice el jefe policial de San Pedro Sula, Edgar Flores Padilla, entre decenas de agentes listos a salir en aparatoso patrullaje nocturno. Raudos, sorprenden a pandilleros que se atrevieron a ir a un bar y a un billar. Todo el que esté en la calle a esas horas es sospechoso.

“Son jóvenes sin remordimiento de matar a alguien por robarle un celular”, afirma el policía. En otro punto de la ciudad se reúnen en terapia unas 80 víctimas de la violencia: “A mi hijo le metieron ocho balas por robarle el carro. No sé quién lo mató. No investigan nada. Uno corre peligro por decir esto. Los muertos quedan en una estadística”, dice Blanca Salazar.

Dedicadas al “narcomenudeo”, al sicariato, a extorsionar transportistas, empresarios y hasta a la vendedora de tortillas de la esquina, las pandillas, como la Mara Salvatrucha (MS) y la Mara 18 (M18), libran una sangrienta lucha territorial.

En la celda donde están 90 miembros de la M18 en la cárcel de San Pedro Sula, ‘Flash’ explica a AFP: “Tenemos negocios (droga), cuidamos gente también que anda en eso (narcos). Los MS tienen sus territorios, nosotros los nuestros”. Está acusado de robo de autos, portación de arma de guerra y atentado contra el Estado.

Fue apresado tras enfrentar a la policía con granadas, narra mientras indica donde tiene esquirlas en su cuerpo tatuado. Pandilleros, narcos y delincuentes comunes están armados hasta los dientes. El 80% de los crímenes en Honduras son con armas de fuego. De tres millones que circulan en Centroamérica, unas 800.000 están en este país.

Manzanas podridas. Nadie confía en nadie ni se sabe de dónde viene el disparo. Mirando a todos lados en el parque de San Pedro Sula, una mujer relata, bajo anonimato, que la policía hizo desaparecer a su esposo por su activismo social en una colonia dominada por las maras.

“Unos policías le habían dicho que se callara, que lo tenían en la punta de la bala. ¿En quién podemos confiar? He estado recibiendo amenazas. Es terrible. Todo queda impune”, dice temblando. La rectora universitaria Julieta Castellanos sufrió en carne propia la corrupción policial. Su hijo murió bajo las balas de varios agentes hace seis meses, lo que destapó el involucramiento de cientos de policías en extorsiones, narcotráfico y sicariato.

“Tenemos que sacar las manzanas podridas. Estamos trabajando para ganar confianza en la población”, admitió Flores Padilla. La rectora, sin embargo, duda de una autodepuración policial: “No se pueden investigar a sí mismos”. La situación es tal que el obispo auxiliar de San Pedro Sula, Rómulo Emiliani, va de cuartel en cuartel evangelizando policías. “Les hablo de dignidad, de honor y de Dios”, dice el prelado, que también trabaja con las maras.

Fusil en mano, en camiones, retenes y hasta a bordo de buses, más de 2.000 de los 11.000 militares hondureños patrullan con la policía en la “Operación Relámpago”, lanzada por el presidente Porfirio Lobo. “El Ejército no se debe salir de su competencia. No debe convertirse en el nuevo mesías”, dice Emiliani, tras recordar violaciones de derechos humanos de los militares en los años 80.

Bomba de tiempo. En esta espiral de violencia, las cárceles están colapsadas. Trece reos murieron en marzo en una reyerta en la sobrepoblada cárcel de San Pedro Sula, 45 días después del incendio en el penal de Comayagua que dejó 361 muertos, una de las peores tragedias carcelarias del mundo.

“Algunos presidios son auténticas mazmorras medievales, bombas de tiempo que han estallado varias veces, escuelas del crimen. El 60% de los presos está sin juicio”, ilustra el obispo. Manuel Lemus, ex pandillero de la MS, dice tras los barrotes que “al salir quisiera ser una nueva persona”.

“Pero no tengo el apoyo de nadie, no sé qué camino voy a tomar. Nadie nos da trabajo, la necesidad nos hace cometer delitos”, afirmó. Honduras sufre una mezcla explosiva que tiene como combustible la pobreza -70% de la población-, corrupción, impunidad y debilidad institucional, agravada tras el golpe de Estado de 2009.

“Estamos impotentes. Nuestro país se desmorona”, resume Julia Alvarado, a quien le mataron una hija de 19 años.

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