jueves, 1 de marzo de 2012

¿Quemamos viva… a esa gente?



Por Rodolfo Pastor Fasquelle

O sea ¿qué clase de hijos de puta somos? Es decir, se suponía que Honduras había superado al salvajismo, la barbarie, términos que hoy son peor que obsoletos, que había dejado atrás a la anarquía, al caos, se suponía que nos habíamos modernizado y que se había constituido aquí un Estado de derecho y aun se suponía que aun los reos condenados tenían derecho a vivir, puesto que no hay aquí pena de muerte y nadie los condenó con titulo y selló a arder vivos, como se hizo por última vez en los remotos tiempos de la Inquisición, se suponía, otra vez, que el país se había civilizado, “cojones”, dicen no sé quienes, otros dicen peores cosas y permítaseme un ex abrupto a mí frente a este espectáculo con que se me ovilla el corazón ¡que caray! frente al relato escalofriante.

Bien pensado no hay muchos que digan que fuimos civilizados. Leyes tenemos desde La Reforma Liberal, códigos formales, adoptados por un Estado que no alcanza a monopolizar la violencia, la ostenta eso si con legalidad. (Violencia ha habido aquí por milenios. Siempre ha sido particular. En tiempos pasados, olvidadas las terribles guerras de conquista, las rebeliones coloniales, y después de las guerras civiles y montoneras republicanas, aun en los albores del siglo XX, los caballeros se mataban por la política y los campesinos y los obreros sin educación, independientemente de su filiación, se mataban entre sí por un trago de más, por una mujer, por un pedazo de tierra. Se mataban a machetazo limpio en tiempos en que yo era infante… y el más diestro sobrevivía, algunas veces sin heridas muy graves se curaban con yerbas olvidadas.

Es distinto, claro, aunque es lo mismo…los hondureños se matan hoy en las calles y en las fincas de palma, en las rutas de la coca principalmente con armas de fuego ilegales, provistas algunas por agencias del gobierno estadounidense, se matan en la frontera agrarista o en los callejones, chupaderos de los barrios populares, en canchas deportivas de distintas categorías y después, a los sobrevivientes de esa guerra social latente, ¿los encerramos en los penales y les prendemos fuego? ¿Así es la cosa?

No hay muchos historiadores que preocupados más por la práctica social que por el documento oficial mentiroso, lo aseguren o demuestren? Es decir que somos civilizados. ¿Desde cuándo respetamos y acatamos la ley? Porque la civilización es la cultura de la legalidad ¿en qué momento empezamos a ser un país moderno, de paz y convivencia, con una relación respetuosa entre vecinos y pobladores? Contemos los días en que no ha habido escándalo.¿En un país en que de distintas maneras, todos delinquimos para sobrevivir?

“No hace falta blasfemar con una elegía”. A propósito de la muerte por fuego accidental de una niña, días después de terminar La Guerra en que había llovido fuego nazi sobre Londres interminablemente, el poeta ingles Dylan Thomas (1914-1923) escribe, “después de la primera muerte, no hay otra” y después del primer muerto carbonizado en un penal, todos los demás son redundancia”. No hay luto legítimo, disculpa posible, llanto que alivie nada. No hay oración fúnebre que valga. Y deberían arder en el infierno para siempre quienes se quieran valer de la tragedia para vender religiosidad barata, impostándose como voceros del juicio divino, con una teología de fuego y azufre. A más de un idiota escuché tratando de inculpar a su dios todopoderoso y misericordioso… ¿Qué acaso no quiso que los reos regresaran al tormento de la libertad? Basura. Me tocó escuchar también al abogado de Callejas, Ocampo Santos explicando que “por algo estaban ahí (en el penal, los difuntos), por algo no determinó el juez que se les escuchara en libertad”.

Quizás habría que definir qué cosa es un “accidente” pero en todo caso este es el cuarto de su naturaleza aquí y son casi cuatrocientos jóvenes que se despacharon a cargo de la sociedad hondureña, 60% de ellos sin proceso ni condena, cuatrocientas almas, si se concede que también las tienen los simples imputados y aunque parezcan dudarlo muchos….

Y después del cuarto incendio, no hace falta preguntar cada vez ¿por qué les dispararon en vez de evacuarlos? ¿Por qué no abrieron las puertas antes de que lo hiciera El Chaparro? ¿Cuál era “el material combustible” que encendió una llama accidental y consumió el penal en un cuarto de hora? ¿Por qué no llamaron a los bomberos? ¿Por qué, cuando los bomberos llegaron, de todos modos los detuvieron en la puerta cuando ya era muy tarde? Ni es menester, decían los antiguos, probar que las heridas de bala no eran mortales, que ¡solo los balearon para que se dejaran de aspavientos y se dejaran quemar quietos! Ni menos falta aclarar que aunque no los reos, se evacuaron ya todos los extremos, se investigaron las denuncias de corrupción de los policías y que el director del penal y los custodios resultan ser honestísimos.

No es el segundo, ni el tercero, en todo caso es el cuarto incendio de un penal hondureño del nuevo milenio en la memoria de nuestros adolescentes. (¿De veras se sorprenden de que se vayan a jinetear el tren mexicano y se expongan a tanto para irse? Primero se quemo el penal de San Pedro Sula, la “gran ciudad”, con 107 muertos accidentales por cuya causa nos acaba de condenar una corte internacional, para congoja de los falsos nacionalistas, no sé si el penal de La Ceiba, en que solo murieron 66 se quemó después o antes que se quemara el de Santa Bárbara, en el centro histórico de esa capital departamental y por segunda vez (lo que parecen querer olvidar porque es provincia y tuvo menos cobertura mediática) cuando se escaparon tres privados de libertad y ahora se quema la Granja Penal de Comayagua, cuyo obispo, quizás inspirado en el escepticismo de D. Thomas se rehúsa a dar un pésame? hasta que el Papa lo conmina y lo precluye?

La muerte por fuego de unos 360 privados de libertad en Comayagua en el recién pasado día del amor y la amistad, como dicen, ha circundado el mundo como fuego. Es lo de menos, junto con las incontrovertibles evidencias de que no se trataba de un accidente (por favor, aunque lo diga esa agencia recién acusada de traficar con armas), ningún accidente, si no que se trata de una consecuencia en primer lugar de un modelo de política de seguridad fallida, pero de inspiración y con apoyo estadounidense, de leyes que criminalizaron la asociación juvenil, de un florecimiento de la industria del narcotráfico por la demanda estadounidense, de instituciones (policía, fiscalía y judicatura) rebalsadas, incapaces ya de cumplir con su cometido, por falta de legitimidad y de recursos, por corrupción, pero también por la falta de sentido del valor de la vida, por la estupidez de la sociedad atrabiliaria que lo tolera.

Escribo esto para suplicarles a los poderes, a quienes puedan, que saquen de todas las cárceles inhabitables de Honduras a los reos que no han sido acusados y a los acusados sin mancha de sangre, a quienes pueden avalar sus familias y a todos los condenados que pueden dar servicio compensatorio a sus comunidades, en vez de purgar próximamente sus pecados convertidos en antorchas. ¿Acaso no se les carga a los jueces la conciencia, aunque su sentencia se hubiera ejecutado en forma imprevista? ¿Acaso sus custodios pueden dormir tranquilos? Que indulten primero a todos los reos en la granja de Comayagua, que se los deje ir a sus casas con algún apoyo sicológico y material. Yo les prometo que no van a aumentar los índices de violencia y aun que van a bajar mucho más si, al mismo tiempo, meten a esas cárceles recién vaciadas a los fiscales, los jueces y los policías corruptos que pudiera haber. En un dos por tres. ¿Con que cara pueden alegar si no que tienen autoridad? Y si no pueden ellos, que los saque el pueblo.

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