lunes, 15 de agosto de 2011

2.000 días de Evo: ¿Entre la utopía y el desencanto?


Página Siete

Por Pablo Stefanoni

¿Cómo estructurar un balance de estos 2.000 días de Evo Morales en el poder? ¿Con qué comparar los avances y los no-avances (o fracasos)? ¿Con el régimen neoliberal anterior o con las propias promesas del proceso de cambio? ¿Basta centrarnos en la letra de la nueva Constitución, las nuevas leyes y los nuevos derechos o evaluar los resultados prácticos de esta nueva arquitectura legal? ¿Hasta dónde los límites del cambio son responsabilidad del gobierno y hasta dónde de una serie de inercias y debilidades crónicas del Estado y la institucionalidad de la cual el MAS y el “evismo” también son productos? ¿2.000 días son mucho o poco para cambiar el país? De allí dos preguntas: ¿Bolivia está mejor que “antes”? Y más importante aún, ¿existe una alternativa que mejoraría sensiblemente el actual desempeño gubernamental?
Todo ello es sin duda importante. Por ejemplo, el peronismo hizo sus reformas más importantes en cinco o seis años años (1946-1952), pero no es menos cierto que el Estado argentino contaba con una densidad, cuadros, científicos e instituciones bastante sólidos desde antes del peronismo. Más bien el movimiento justicialista se montó en ese Estado y lo reorientó en favor de las mayorías nacionales, pero en el caso boliviano, ¿qué tipo de Estado heredó el MAS? ¿Con qué cuadros cuenta? ¿Hasta dónde se pueden hacer los procesos de aprendizaje desde el poder? ¿Se favorecen en verdad estos procesos hoy o se prioriza la adhesión acrítica? ¿Hasta dónde las actuales tensiones del proceso de cambio son “creativas” (G. Linera) o se trata más bien de enredo ideológico?, ¿Cómo llenar de contenido los “grandes recipientes” como vivir bien (suma qamaña), Estado plurinacional, y varios de los postulados de la Nueva Constitución?, ¿Basta reflexionar desde la copa de la palmera o debemos bajar a tierra?

Posiblemente deberíamos partir de algunas constataciones:

- Que el evismo representa a una pluralidad de movimientos sociales realmente existentes que no son ni la panacea del debate democrático horizontal ni la dictadura sindical; que se mueven entre expansiones hegemónicas y repliegues corporativos.
- Que las tesis sobre “excepcionalidad boliviana” tienen sus límites y que una variedad de problemas que enfrenta el actual proceso de cambio lo enfrentaron, lo enfrentan y enfrentarán otros procesos similares en otras latitudes: por ejemplo, la necesidad de construir instituciones. Sin instituciones que funcionen bien -de manera democrática, sin la cultura de someterse al de arriba y ser despótico con el de abajo, con menos corrupción y más eficacia, con niveles mínimos de eficiencia y sin las actuales dosis de colonialismo interno- no habrá un cambio sustantivo en el país.
- Que la radicalidad del cambio de élites y la descolonización de facto que vive Bolivia -y que ha cambiado de manera sustancial las relaciones intersubjetivas entre las personas- no debe confundirse con la radicalidad de las nuevas élites. Dicho de otro modo: en Bolivia no estamos poniendo en cuestión ni el capitalismo ni la modernidad pero sí una historia de colonialismo interno y de marginación de las mayorías nacionales que impidió hasta ahora construir un país más igualitario y una sociedad más justa. Posiblemente tenga razón un editorial del mensual Día D de Tarija, que sostiene que todo -refiriéndose a los cambios- queda "a medias”. Posiblemente ese fue el problema del 52 y lo sea hoy por varias de las causas señaladas antes. “Ya se trate de obras de infraestructura, procesos de transformación institucional, ejercicio de derechos, programas de desarrollo, etc., todo parece quedar inconcluso”... ¿No nos remite esto -de nuevo- a las carencias institucionales? Pienso que sí, pero como la izquierda y el poscolonialismo abandaron esta discusión hoy institución/institucionalidad es sinónimo de liberalismo o derechismo. O se intenta resolver utópicamente el problema propiciando cambiar el "eficientismo" neoliberal por la "comunitarizaicón" del Estado.
- Que la democracia boliviana no está en riesgo. Que no hay ninguna venganza étnica ni racismo al revés.
- Que hay poca voluntad oficial de debatir. Que la conservación del poder se impone por sobre la agenda de los cambios. Y que la oposición no da signos de capacidad para superar al gobierno actual.
- Que, con todo, Bolivia en muchos sentidos está mejor, y en otros al menos no está peor que “antes”.

Y una cuestión clave: ¿Desde dónde cuestionar los “límites” de la actual gestión? Por ejemplo Tristán Platt sostiene que el ayllu debe ser el modelo del nuevo país. En un debate en el marco del Congreso de Etnohistoria planteó -con cierta violencia verbal y simbólica- esta posición sin desarrollar cómo podría pasarse del modelo del ayllu a una hegemonía nacional en un país donde los ayllus solo representan a una pequeña parte de la población. Algunos -no todos- los firmantes del "Manifiesto por la reconducción" seguramente coinciden con esta visión. No se trata de una chicana, pero no deja de ser complicado -por decir lo menos- que alguien que con certeza tiene su seguro de salud en Escocia, estudió en una universidad prestigiosa, y hace de su saber sobre la historia y la antropología del ayllu un “capital” valorizado en el mercado académico global impulse -sin ninguna consecuencia para sí mismo- una visión romántica de la mezcla de prácticas democráticas y carencias hasta niveles inhumanos que caracterizan al ayllu actual -esos ayllus que los antropólogos visitan y donde pasan algunas temporadas para sus etnografías pero luego abandonan hacia sus universidades de elite donde pasan una vida más plácida.

Si no ubicamos en este plano terrenal las contradicciones desarrollismo/vivir bien no llegaremos a ningún lado. Eso no implica -por si acaso- justificar o impulsar cualquier proyecto “modernizador”. El paso de esta constatación a la necesidad de construir una carretera por el Tipnis está lleno de cuestiones que hay que discutir, básicamente a quiénes beneficia y a quienes perjudica esa carretera. Una de las consecuencias de la debilidad institucional -y eso no es un problema desde 2006 sino desde 1825- es que el “Estado débil y la sociedad fuerte” a menudo genera un sistema en el que se imponen quienes más capacidad e influencia y/o movilización tienen, en este caso los cocaleros frente a los indígenas del Tipnis.
Sin duda hay un estancamiento político-ideológico. Pero solo podrá avanzarse si los cuestionamientos se hacen con realismo sociológico (que no es lo mismo que realpolitik), aterrizando los planteos y tratando de ir evaluando la construcción del nuevo “Estado plurinacional” antes de apresurarnos a destruir el “Estado-nación”. Ante ciertas impaciencias por agarrar la maza y empezar a golpear deberíamos recordar que los países “sin Estado” se parecen más a Haití o Somalía que a los paraísos anarquistas alguna vez soñados.

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