jueves, 14 de abril de 2011

Triunfo feliz en tiempos amargos

Por Robert Roth


El 4 de abril, el consejo electoral de Haití anunció que, según los resultados preliminares, Michel Martelly había sido “seleccionado” como nuevo presidente de Haití. Cantante de kompa y antiguo defensor de Jean-Claude Duvalier, Martelly trabajó con los temidos escuadrones de la muerte FRAPH que mataron 5.000 personas en Haití después del primer golpe contra el presidente Jean-Bertrand Aristide en 1991. Los partidarios de Martelly habían anunciado que “incendiarían el país” si no salía elegido. Solo una pequeña cantidad de haitianos –cerca de un 20% según la mayoría de los cálculos– votó en las elecciones, el menor porcentaje en 60 años de participación en alguna elección presidencial en las Américas. Fanmi Lavalas, el partido de Aristide y de lejos el más popular en Haití, fue excluido de la participación. ¿Por qué iba a votar la gente? Fue una “selección” no una “elección”, nos dijeron una y otra vez. En la segunda vuelta del 20 de marzo, los haitianos tenían que elegir entre Martelly o Mirlande Manigat, miembro derechista de la pequeñísima elite haitiana. Un amigo haitiano nos dijo: “Es una elección entre la cólera y el tifus. No se puede hacer una elección semejante.”

Sin embargo, el gusto amargo de las deprimentes elecciones no pudo disminuir la alegría del “retorno”. Cuando el avión que llevaba al presidente Aristide y a su familia de vuelta de 7 años de exilio forzado en Sudáfrica se acercaba al aeropuerto de Puerto Príncipe el 18 de marzo, unas 50 personas esperábamos en el patio interior de su casa. Un día antes habíamos observado en silencio cómo docenas de haitianos pintaban metódicamente los muros, barrían una y otra vez los mismos pisos para asegurar que estaban inmaculados, y reparaban los últimos restos de la destrucción que tuvo lugar en esa casa después del golpe del 29 de febrero de 2004.

Habíamos oído que el presidente Aristide (llamado Titid en todo Haití) llegaría al aeropuerto cerca del mediodía, pero fuimos antes a la casa para evitar la aglomeración. Yo había llegado con un querido amigo, Pierre Labossiere, en representación del trabajo del Comité Acción Haití. Ambos nos sentíamos honrados y sobrecogidos por poder estar presentes.

Los rumores se propagaron a través del teléfono celular: “Está en el aeropuerto, pronunciando un discurso”. “El coche viene llegando”. Escuchamos un estruendo. “Lavalas” significa “aluvión”: la inundación de los pobres, que puede obrar maravillas cuando sienten su fuerza. Miles trepaban sobre dos conjuntos de muros, pasando rápidamente la seguridad, repletando el patio. En unos minutos los tejados y los árboles estuvieron repletos. No quedaba sitio para moverse.

Sin embargo, en medio del caos total, había disciplina y moderación. “Bajen del tejado”, gritó alguien. “Es el tejado de Titid”. “No dañen los árboles”. Y entonces comenzaron los cantos y los coros. “No votaremos en la elección. No tenemos candidato. Bienvenido Titid. Bienvenidas las escuelas. Bienvenida la esperanza. Lavalas –nos doblamos, pero no nos quebramos.”

Yo estaba de pie junto a una organizadora de base y directora de escuela haitiana. Su escuela había estado bajo ataque desde el golpe, pero había perseverado y mantenido su trabajo. Ha estado en el centro de la ayuda por el terremoto en su comunidad. Tenía lágrimas en los ojos. “He estado trabajando en el movimiento desde que tenía 15 años. Soy tan feliz. Tan feliz.”

Vimos a otra amiga, que había estado encarcelada durante los últimos terribles años de Duvalier y que ahora vive en uno de los campos de refugiados internos. Le preguntamos: “¿Vas a entrar a la casa?” Dijo. “No, siempre puedo ver al presidente. Ahora es más importante distribuir agua a la gente. Tiene tanta sed.”

Solo pude imaginar la reacción del Departamento de Estado de EE.UU., que hizo todo lo posible por impedir este momento. El presidente Barack Obama había hecho un llamado de última hora al presidente Zuma de Sudáfrica solicitando que impidiera el retorno hasta después de la nueva vuelta de elecciones presidenciales. ¿Qué pensaría de esta escena? ¿Estaría siquiera mirando?

Finalmente algunos pudimos entrar a la casa. La gente afuera no se iba, apretada contra las ventanas, y luego se fue, pero no sin antes limpiar el patio, recogiendo todo lo que había caído.

Mildred Aristide nos saludó en la puerta. “¿No es hermoso ahí afuera?” preguntó.

Tanta gente, dentro y fuera de Haití, había trabajado por ese momento. No porque Aristide sea un salvador o pueda solucionar todos los problemas de Haití. No porque su retorno vaya a terminar con el cólera o pueda sacar al millón y medio de personas de esos terribles campos del terremoto. Era un tema básico de justicia y autodeterminación. Un presidente democráticamente elegido al que sacaron ilegalmente de su puesto y lo expulsaron de su patria –y la mayoría de los haitianos nunca aceptaron su remoción. Querían que volviera.

¿Por qué? Bajo los gobiernos de Lavalas, se construyeron más escuelas que en toda la historia de Haití. El gobierno abrió 20.000 centros de alfabetización para adultos, dando prioridad a la educación de mujeres. Los centros de salud aparecieron en remotas áreas rurales. Se lanzó un poderoso programa de tratamiento y prevención del SIDA. El odiado ejército fue disuelto. El salario mínimo, duplicado. Se pidió realmente al minúsculo grupo de gente rica que siempre había dirigido Haití que pagara impuestos , y si no lo hacían se leían sus nombres por la radio. El gobierno de Aristide exigió la restitución de los 21.700 millones de dólares que Francia exigió a Haití como pago por la abolición de la esclavitud del país caribeño. Con el primer pago de esa deuda en 1830, Haití tuvo que cerrar su sistema público de educación. Aristide presentó el tema enérgicamente en 2003 y dijo que había que hacer justicia.

Lentamente, a pesar de que el gobierno de Bush bloqueaba los préstamos que el país necesitaba, financiaba una oposición elitista y organizaba operaciones paramilitares contra el gobierno, Aristide cumplía su promesa de llevar a la nación “de la miseria a la pobreza con dignidad”. Era un comienzo, pero histórico.

El 1 de enero de 2004, en la comemoración del bicentenario de la Revolución Haitiana, cientos de miles de haitianos llenaron Puerto Príncipe de pancartas y banderas en celebración de la primera república negra, la única nación que rompió exitosamente los lazos de la esclavitud, levantando cinco dedos para exigir que Aristide pudiera servir todo su período de cinco años. Eran pobres, eran negros, y sabían que el movimiento por el que habían luchado tanto estaba bajo ataque frontal. Como dice An Unbroken Agony, de Randall Robinson, su esposa, Hazel Robinson, miró a la multitud y comentó sobre el poder de la escena al embajador de la OEA, sentado junto a ella. “Bueno, no tiene el apoyo de la gente que importa de verdad”, respondió el funcionario de la OEA. “Tiene entre 80% y 90%, pero no son los que importan”.

Para el gobierno de EE.UU., esos haitianos carecían de importancia. Incapaz de amañar un “levantamiento” contra Aristide, EE.UU. tomó acción directa el 29 de febrero, introduciendo fuerzas de operaciones especiales y secuestrando –sí, es la palabra que los haitianos utilizan para describir lo que sucedió– al presidente y a su esposa Mildred, llevándolos a un largo viaje a la desolada neocolonia francesa de la República de África Central. Había comenzado el largo exilio.

Los activistas de solidaridad con Haití denunciaron el golpe. Manifestamos, educamos y organizamos, tratando de contrarrestar la andanada de mentiras sobre Aristide, el mito de su “renuncia”, la noción de que “la agitación popular” lo había derrocado. Y enviamos delegaciones a Haití, para saber de los organizadores de base que ahora estaban bajo constante ataque.

Al visitar Haití a fines de junio de 2004, vimos cómo la fuerza de las Naciones Unidas (MINUSTAH) encabezada por el gobierno de Brasil, se hacía cargo de la ocupación militar del país, realizada hasta entonces por las tropas de EE.UU., Francia y Canadá. Ahora era una operación multilateral, como Iraq, como Afganistán –con mandato de las Naciones Unidas-. Nos dijeron que era una “fuerza de mantenimiento de la paz”.

Pero la gente que vimos nos dijo que los soldados de la ONU eran irrespetuosos y, a veces, brutales; soldados de cascos azules que apuntaban con sus fusiles. Vimos a cientos de prisioneros políticos encerrados en celdas abarrotadas sin agua. Hablamos con gente cuyas casas habían sido quemadas en la Meseta Central. Vimos escuelas que habían sido destruidas, clínicas saqueadas, la Escuela de Medicina de la Fundación Aristide ocupada por soldados de la ONU y 247 estudiantes de medicina obligados a huir de su campus. Y vimos manifestaciones, -pequeñas, en un tiempo tan peligroso– pidiendo la liberación de los prisioneros políticos.

El padre Gerard Jean-Juste, un luchador legendario por los derechos humanos en Haití estaba todavía allí, alimentando niños en su iglesia en St. Claire. Nos dijo: “Recibo muchas amenazas de muerte. Pero no me iré de Haití. Me fui durante Duvalier, pero no me obligarán a irme de nuevo.” Después fue arrestado y golpeado en una iglesia, y luego encarcelado y liberado solo después de que desarrolló la leucemia que llevó a su muerte en 2009.

Entre 2004 y 2006 la MINUSTAH, en coordinación con el gobierno golpista de Haití, lanzó operaciones de búsqueda y destrucción para eliminar bases de Lavalas en Puerto Príncipe y las áreas vecinas. Según un estudio publicado en The Lancet, más de 8.000 muertes y 35.000 violaciones (muchos miles cometidos por las fuerzas de seguridad) ocurrieron durante dicho período.

Una delegación del Área de la Bahía de San Francisco estuvo en Haití directamente después de una de esas incursiones. 350 soldados fuertemente armados de las fuerzas de la ONU habían atacado al barrio pobre de Cité Soleil. Mataron a sesenta personas, destruyeron casas y se veían agujeros de balas por doquier. La delegación tomó fotos, entrevistó a residentes y volvió a casa. Fueron directamente a la oficina del New York Times con toda su documentación. Pero The Times no aceptó la historia. La ONU les había dicho que no era verídica.

La elección presidencial de 2006 tuvo lugar bajo ocupación militar extranjera. Cuando René Preval, quien había sido presidente de Lavalas después de Aristide, entró a la campaña, la base de Lavalas lo llevó a la presidencia. Creía que Preval haría volver a Aristide, liberaría a los prisioneros políticos y desarrollaría iniciativas económicas y sociales para los pobres.

No cambió gran cosa. Preval había desarrollado fuertes lazos con EE.UU. y la ONU. No estaba interesado en hacer volver a Aristide, y actuó para profundizar los programas de ajuste estructural (privatización de la compañía telefónica, nuevos contratos para los magnates de importación-exportación de la elite, reducción de las inversiones sociales) exigido por las autoridades internacionales y la elite haitiana. Los precios del arroz y de la gasolina aumentaron brutalmente. Hubo más incursiones contra Cité Soleil. El Departamento de Estado de EE.UU. proclamó que Haití era “más estable”.

Cuando volvimos a Haití en 2007 muchos organizadores de Lavalas habían roto con Preval. Dijeron abiertamente: “Está en manos de los estadounidenses, hace lo que quieren”. Había roto toda comunicación con la base que lo eligió. Aristide siempre hablaba con la gente, y siempre escuchaba.

Durante nuestra visita, pasamos varios días con Lovinsky Pierre-Antoine, psicólogo, dirigente de Lavalas y activista de los derechos humanos. En una manifestación frente a un cuartel de la ONU, habló por un pequeño megáfono mientras personal militar francés y estadounidense tomaba fotografías de él y otros manifestantes. Pedía que acabara la privatización, el fin de la ocupación por la ONU y el retorno del presidente Aristide. Dos semanas después Lovinsky fue secuestrado y desapareció. Preval no dijo nada. La ONU guardó silencio. No hubo investigación.

Al llegar el año 2009, el gobierno de Preval había perdido toda legitimidad entre los pobres en Haití. Mientras el coste de los alimentos aumentaba velozmente, miles de haitianos marcharon hacia el palacio presidencial. La prensa los calificó de “Disturbios por alimentos”.

Luego vino el terremoto. Vimos las aterradoras imágenes de destrucción, los 300.000 muertos, las condiciones insoportables en los campos, el valor y dignidad con los que los haitianos enfrentaron lo imposible. Haití conmovió a todo el mundo. Pero una devastadora tragedia haitiana presentaba una oportunidad para otras. Llegaron las ONG. Bill Clinton y George Bush anunciaron un fondo conjunto y visitaron el país. EE.UU. se hizo cargo de la “reconstrucción”.

Cinco meses después, Haití se veía como si el terremoto hubiera sido el día antes. Encontramos gente en dos campos diferentes. Hablaron con urgencia: “No recibimos ninguna ayuda de las Naciones Unidas o de la Cruz Roja desde marzo”. “Necesitamos alimentos”. “Necesitamos trabajo”. “Las ONG cobran ellas y no nos dan nada”. “Preval no se preocupa por nosotros”. “Bill Clinton no es nuestro presidente”. “Titid debe volver a casa”.

La Fundación Aristide, creada en 1996 como centro para desarrollo social, educacional y económico de base, era un hervidero de actividad. Sin ayuda del gobierno de las ONG, la Fundación estaba haciendo lo que podía: estableciendo clínicas móviles y escuelas en los campos de refugiados, capacitando a trabajadores de la salud para que suministraran “alivio para el espíritu”. Jóvenes educadores y activistas nos dijeron que su generación está “motivada”, que harían cualquier cosa por Haití. Mil quinientas personas –en sus tres cuartos mujeres– repletaron el principal auditorio de la Fundación para un “Debate Democrático”. Mujeres dentro y fuera de la Fundación habían hecho circular una petición a Barack y Michelle Obama pidiendo el retorno de Aristide y, en pocos días, fue firmada por 20.000 mujeres. 10.000 haitianos salieron a las calles en Puerto Príncipe el 15 de julio, cumpleaños de Aristide. Había llegado la hora.
La tarea es sobrecogedora. Excluido de las elecciones, Lavalas no tiene representantes en la legislatura, y no tendrá poder oficial dentro del Estado. Asociado con la elite haitiana, EE.UU. está estableciendo maquiladoras en el área de Puerto Príncipe y se prepara para extraer la riqueza minera de país. Bill Clinton es copresidente de una actual Comisión Interina de Recuperación de Haití, que controla 10.000 millones de dólares. USAID derrama dinero sobre ONG basadas en EE.UU. que pagan más por personal que por proyectos. Trece mil soldados y policías de la ONU mantienen una ocupación extranjera al parecer permanente. El cólera –introducido a Haití por fuerzas de la ONU de Nepal– se ha propagado. Un estudio de Harvard/UCSF predice ahora 800.000 casos. Marrtelly planea restablecer el ejército y aumentar el ataque contra Lavalas. Y su compatriota, Duvalier, está presente, un fantasma que vuelve a acechar al país.

A pesar de todo, el retorno es muy importante. El objetivo fundamental de golpes y contrainsurgencia es cortar la conexión entre un movimiento popular y el pueblo, destruir incluso la creencia de que el cambio social es posible. En la casa de Aristide, en las calles de Puerto Príncipe, era obvio que el golpe y la ocupación no han logrado hacerlo. Impulsados por una victoria lograda contra todas las dificultades, los organizadores de base –quienes nunca dejaron de hacer su labor– ya han cobrado ánimo. Habrá poderosas iniciativas en la educación y la atención sanitaria, y la continua incorporación de una nueva generación al movimiento que se ha doblado pero no se ha roto. Y una voz de confianza de los pobres ha vuelto, pase lo que pase. En su discurso en el aeropuerto, mientras él y su familia volvían a pisar suelo haitiano, Aristide comentó sobre las antidemocráticas y excluyentes elecciones. Se concentró en la necesidad de incluir a todos en la vida del país: “Todo haitiano, sin excepción, porque cada persona es un ser humano, de modo que el voto de cada persona importa”.

Mientras visitaba a amigos y familia en Nueva York poco después de volver de Haití, tuve la oportunidad de reunirme con organizadores comunitarios haitianos en Brooklyn. Pregunté a una mujer, que ahora es maestra adjunta en una clase de segundo grado, por qué se había unido a Lavalas. Lo que la impresionó, dijo, fue la consigna de Aristide: “Tout Moun Se Moun.” La tradujo como “Cada uno, cada persona cuenta”. Y dijo: “Estoy llena de alegría de que haya vuelto”.

Robert Roth es educador y cofundador del Comité de Acción Haití. También está en el consejo del Fondo de Ayuda de Emergencia para Haití.

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